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Cine y escritura

Soy un árbol que abraza. Extraños y paisanos vienen a mí en busca de sosiego. Me han convertido en una leyenda. Extienden los brazos e intentan rodearme, aunque no sea posible. El perímetro de mi tronco, enorme, algunos dicen que majestuoso, se alza en el centro de un parque cercano al mar. Rodeado por otros árboles y una vegetación que recuerda al trópico, oigo un distante rumor de olas. El mismo viento que azuza el agua del mar provoca el baile de mis hojas articulando sonidos evocadores.

De noche, vigía del sueño, abrazo la imaginación de los que me visitan y admiran.

De día, mudo en oidor de conversaciones, fisgón de caricias, hechicero de los amores que se tejen bajo mi inmensa copa.

Mi existencia de observador, ya centenaria, ha ido de la mano del descubrimiento de miles de historias de amor, soledad, dolor, melancolía, desamor, rabia, alegría.  Historias de vida y también de muerte que, paciente, siempre espera.

En el centro del parque se yerguen mis ramas que hoy, en esta débil luz de otoño, lucen sin apenas hojas.

Suena la campana de la catedral.  Hoy  su tañer no expresa vida. Con la contundencia de cada repique revive un recuerdo que hiere, reseca mi savia, marchita y hace caer mis últimas hojas.

Otro sonido, el del susurro lejano del mar me traslada a una mañana de un invierno alrededor de sesenta años atrás. Yo era un árbol aún joven. Muy temprano  una mujer abrigada, con un pañuelo en la cabeza, atravesó sigilosamente el parque, desierto, y se dirigió a mi temblorosa. Se quitó el pañuelo, que enmarcaba un rostro en el que la viveza de los ojos parecía disfrazar la perfección de las facciones. Su pelo brillaba con afán bajo  aquella primera luz del día. Adela era muy joven. Aquel día acababa de despedir a su marido que partía obligado al frente. Se habían casado tan solo meses atrás. Durante cuatro años, los que duró aquella guerra disparatada,  Adela vino a verme cada mañana muy temprano.  Atravesaba el parque a buen paso, abría los brazos y se agarraba a mi tronco en un abrazo en el que dejaba aflorar sin fingimiento el dolor. Era aquel un instante de sosiego en mitad de un día a día en el que las circunstancias no permitían exponer públicamente determinados sentimientos. Arrebujada contra mí, se dejaba ir y  lloraba.

El tiempo pasó y acabó el horror de aquella guerra, pero el marido de Adela no pudo regresar. Soldado del bando vencido, fue encarcelado, tardó años en volver a casa y, cuando lo hizo, su debilidad era tal, que poco tardó en morir. Adela continuó visitándome cada mañana, año tras año. Nunca perdió la costumbre de abrazarme al amanecer. Su abrazo cobró mayor intensidad con el paso del tiempo. A veces, todo sucedía en silencio. En ocasiones, Adela susurraba algunas frases sobre su amor perdido. Sentir mi abrazo probablemente significaba,  además del consuelo que no podía encontrar alrededor, aferrarse a una fuerza de la naturaleza, a la vida.  Ser cobijo de ese amor truncado ha sido el sustento de mi savia a lo largo de todos estos años.

Las campanas tocan a difunto. Ha muerto mi amante Adela. Una mujer que me abrazó, a la que abracé durante setenta años, durante los que se proclamó una guerra, seguida de una paz que convirtió a Adela  en la mujer del enemigo, del traidor y se sintió menospreciada, señalada, vejada. No tuvo grandes oportunidades de marchar pero, a pesar de todo, tampoco quiso nunca abandonar esta tierra donde una noche enterró a su amor en silencio, hace más de cincuenta años. Dejó que el tiempo transcurriese  por ella y por los demás hasta que el olvido imperó  sobre episodios lejanos de guerra, posguerra y odio.

Hoy  la vida que no llegó a poder vivir ha dejado paso a su muerte. Hoy se ha ido mi amante, ya anciana, tan hermosa como siempre. Recordaré los pasitos ligeros que la traían a mí en sus últimas visitas. Su pelo blanco enmarcando un rostro de ojos vivos, a pesar de la enfermedad, de la cercanía del final. Sus brazos rodeándome, despidiéndose de mí, de la vida.

Hoy, mañana, en el futuro, me visitarán muchas otras personas. Lo sé. Seguiré sintiendo en el abrazo de cada uno el pulso de la existencia humana, tan frágil. Pero mi tronco guardará la memoria del abrazo dulce de mi amada Adela, su historia, que fue la de muchos amores truncados en tiempos de guerra.

Alrededor, en este parque, el tañer de las campanas no ha detenido la vida. Mis ramas siguen enhiestas, danzando al ritmo del viento, a pesar de la tristeza.

Un poco más allá un niño rubio juega con una pelota. Calcula mal el golpe y propina un balonazo a una niña que, inmediatamente, rompe a  llorar. Se acerca a ella compungido. Se miran. La niña sonríe entre lágrimas.

Cerca de mí un señor maduro sentado en un banco observa  a una señora madura sentada dos bancos más allá. Pasarán algunos días y, probablemente, sentados juntos, conversarán y reirán.

La gente pasea, se sienta al sol, juega, seduce, disfruta. Pasan las horas y el mundo sigue andando a pesar de la ausencia de Adela.

Cae el día, aciago. El parque enciende sus luces. La gente abandona el lugar y la soledad toma el relevo de la multitud.

En medio del silencio de la recién llegada noche, una joven de ojos grandes y tristes atraviesa el parque y se dirige hacia mí con paso grácil de bailarina. Me abraza. Su cuerpo, casi desfallecido, se desploma sobre mi tronco y transmite todo el sentimiento que oculta. Dolor y pérdida. Mis raíces vibran con ese abrazo prolongado, veraz, emocionado, que emula otros abrazos que han pasado hoy a ser únicamente recuerdo. Al cabo de un rato se aleja de mí con el paso lento y  la mirada serena.

Como Adela, mi querida Adela.

La vida continúa. Unos suceden a otros. El juego del tiempo avanza, nunca se detiene.

Soy un árbol que abraza. Tierno, austero, frágil, vigoroso. Tuve suerte. Sentí el abrazo cálido de una mujer durante sesenta años. Reviviré su abrazo cada vez que alguien me rodeé con vehemencia, como hace unos instantes, aunque hoy, mañana, durante mucho tiempo,  recuerde con amargura y mi tronco exhume humedad por los poros de su madera.

Soy un árbol que abraza, aunque hoy llore en silencio, mientras la ciudad calla y duerme.

6 comentarios en “EL ÁRBOL – AMORES MÍNIMOS – RELATO 19

  1. Juanjo dice:

    Te mando un abrazo de árbol a árbol. Juanjo.

    1. Muchas gracias. Árboles que crecen, con las raíces bien encajadas en el suelo y un tronco robusto. Otro abrazo.

  2. Hermoso relato. Muchos árboles callados se merecen este homenaje.

    1. Muchas gracias por leerlo y por el comentario. Saludos y que los árboles sigan dando cobijo a nuestros días.

  3. Aida dice:

    Bonito homenaje a los árboles, compañeros silenciosos de nuestros devenires. Me ha encantado, Pilar. Muchos besos

    1. Muchas gracias, Aida. Un abrazo.

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