El espacio, ordenado. Suena un tintineo familiar. Cierro la puerta y entro con sigilo.
Al fondo un niño juega con un avión de hojalata. Sus ojos, luminosos, recuerdan los de un hombre al que conocí bien. Un vendedor de ilusiones.
Todo empezó unos años atrás. El tiempo ha pasado deprisa, pero recuerdo muy bien aquel día. Una tarde cualquiera del inicio de un verano cualquiera. Vuelve a mí como si se tratase de hoy.
Juan camina con paso ligero junto al borde de la acera. Busca la tarjeta del cliente de la aseguradora al que tiene que visitar en el bolsillo de su abrigo. Su mano roza una moneda que resbala suavemente y cae rozando primero su cadera, después su pierna, hasta llegar a la parte baja de su pantalón, saltar sobre su pie, rebotar en el asfalto para después recorrer en línea recta el camino hacia el otro lado de la calle, deteniéndose justo en la mitad de la calzada al encontrar un pequeño bache del asfalto.
Asombrado por la rapidez de la trayectoria, Juan contempla el final del itinerario de la moneda. Cuando era niño su padre siempre decía que jamás se debe dejar el dinero tirado en el suelo, aunque se trate de un céntimo. Rápidamente, movido como por un resorte, gira la cabeza a un lado y a otro para comprobar el tráfico. Espera a que un autobús avance lentamente antes de cruzar hacia el lugar donde ha caído la moneda. Después ahí, de pie en mitad de la calle, la observa fijamente. Brilla de forma especial. Ha caído en cruz. Normal. Hace mucho que las cosas parecen no ir de cara. El porcentaje de sus ventas de seguros baja. El banco aprieta. El sueldo no llega.
Juan se agacha y vuelve a contemplar el resplandor de la moneda cuando le aturde un bocinazo. Su cuerpo se tensa por la impresión y gira la cabeza para encontrarse con el gesto de hastío del conductor de una furgoneta haciéndole aspavientos para que se aparte. Al incorporarse, levanta la mirada y se fija en un escaparate al otro lado de la calle. Es curioso, nunca antes había reparado en ese establecimiento, aunque tiene clientes en el barrio y pasa por allí frecuentemente. La moneda parecía dirigirse hacia él.
Globos terráqueos, coches de metal, juguetes de latón, cacharros de navegación, artefactos de los inicios del cine. Imitaciones y antigüedades, revueltas, hacinadas. Juan fisgonea el escaparate que promete un bazar de sorpresas. Y en un rincón maquetas de aviones antiguos, modernos, de guerra, avionetas, aeronaves.
De repente, alguien le golpea con suavidad en el brazo.
– Juan, ¿a qué esperas? Vamos, espabila, que tenemos camino por delante.
Su padre, en el inicio de la madurez, vigoroso, habla con tono animado.
– Pero, ¿adónde vamos?
Juan, se incorpora en la cama y se frota los ojos.
– A volar, hijo, vamos a volar.
– Pero, papá, no podemos volar. – responde mientras se despereza.
– Hoy si, hijo. Ya lo verás.
El rojo intenso de una cometa brilla en un cielo azul, tremendamente azul.
El padre de Juan suelta la cuerda y, poco a poco, la cometa asciende hasta que sube tan alto que parece chocar con el sol. Los dos corren siguiendo la dirección del viento en una pradera cercana a Madrid. Ríen, saltan y corren tanto que parecen dejarse llevar por el viento y volar como la cometa.
El cristal del escaparate refleja el rostro de Juan. Su sonrisa se apaga.
Poco después de aquella mañana de domingo la cometa deja de volar. El padre y la hermana de Juan sufren un accidente de coche. Solo ella sobrevive.
Aquella miscelánea de objetos maravillosos del escaparate capta de nuevo la atención de Juan. Grande, luminoso, el espacio parece una invitación a volver a degustar el mundo de la infancia, de días lejanos salpicados de pequeños grandes momentos.
Juan mira el reloj. Empuja la puerta de la tienda mientras comprueba que aún quedan diez minutos para su reunión. Un suave tintineo suena sobre su cabeza. Melodiosa, la campana parece invitar a la tranquilidad. Al fondo de un espacio repleto de objetos la sonrisa de un hombre corpulento que parece recién salido de un barco le da la bienvenida. Con una barba curtida y canosa, el viejo con cara de lobo de mar le observa con mirada divertida tras unas gafas de montura gruesa.
Juan hace un gesto vago de saludo al hombre de la tienda y pasea delante de anaqueles en los que el tiempo corre por relojes de arena, la fantasía convierte el latón en mil piezas de colores, los aviones juegan con muñecos de hojalata y dan réplica a coches y naves de formas y tamaños diversos. En aquel paraíso del coleccionista, de los niños eternos, Juan quiere absorber cada detalle, deleitarse con cada pieza.
La tienda cuenta con hileras de estanterías que dividen el espacio y aprovechan cada hueco. El desorden se multiplica en las baldas a medida que se avanza en el interior. Juan camina lentamente sin perder detalle, hasta que llega a los anaqueles dedicados a los aviones. Allí se detiene.
Volar.
Siempre le ha gustado volar.
A partir de aquella cometa que le regaló su padre, empezó a interesarse por el vuelo y por todo aparato que pudiera elevarse del suelo. Supone para él mucho más que un pasatiempo. Conoce al dedillo la historia de aviones de todo tipo y época. Y allí está, en aquel extraño paraíso, olvidando el reloj y volviendo a recuperar el ritmo lento de la infancia. Pasea su mirada por un elenco amplio de modelos de aeronaves, hasta que el mundo parece detenerse cuando se topa con una Cessna 182. Aquella maqueta simple y no muy bien lograda reproduce la primera avioneta que admiró. Sucedió hace unos años.
Un hombre le observa desde detrás de una mesa de oficina.
– ¿Le puedo ayudar en algo?
– Vengo a informarme de los cursos de vuelo.
El oficinista se levanta, abre un archivador y ofrece a Juan unos folletos explicativos. Un montón de papeles que empieza a examinar con detenimiento.
Detrás del oficinista una ventana amplia deja ver el aparcamiento de un campo de vuelo. Varias avionetas, aparcadas, parecen esperar que alguien las invite a dar una vuelta por el aire.
Juan hojea los papeles. Ve cifras que no están a su alcance. Su sueldo, aunque bajo, es importante en casa. La pensión de su madre no da para mucho.
La puerta de la oficina se abre de golpe y entra un hombre de unos cincuenta años que parece conocer de toda la vida al oficinista que ha atendido a Juan. Le pide unos papeles de su avioneta, una Cessna 182.
Concluida la gestión, se despide del oficinista y repara en la presencia de Juan, absorto en la lectura de la documentación.
– Vaya, parece que tenemos aquí un aspirante a piloto.
Juan levanta la vista de los papeles.
– Me gustaría, pero…
El hombre le interrumpe con brusquedad.
– Si te gusta volar no hay peros.
Juan responde con gesto decaído.
– Si los hay,… perdone. Obtener la licencia resulta caro.
– No hacer con tu vida lo que realmente quieres hacer es más caro.
– A veces… -su interlocutor, cortante, no le deja terminar.
– ¿Quieres venir conmigo? Hoy vuelo solo.
– Sería… – Juan busca las palabras- Me encantaría.
– No iremos lejos, volveremos alrededor de una hora.
– Yo… ¡no sabe lo que me gustaría!
– Pues no se hable más, vamos hacia la avioneta y así me cuentas que te empuja a querer volar.
El sol aprieta mientras recorren el aparcamiento. Juan no puede despegar la vista de las avionetas que van desfilando a un lado y a otro del camino que, con mucho aplomo, recorre Enrique, su anfitrión.
La Cessna 182, blanca y roja, reluciente, está en uno de los extremos del aparcamiento. Enrique describe someramente el aparato desde el exterior mientras dan un giro de 360 grados alrededor. Suben a la avioneta y mientras el piloto realiza el protocolo de despegue, Juan siente un nerviosismo extremo. L as rodillas le tiemblan. Comprende parte de la jerga por todo lo que ha leído, pero ahora está en el interior de una avioneta. Todo lo que sucede es real. Por fin va a conocer qué se siente desde el aire. Por fin va a volar.
Pronto la pista de despegue queda atrás y Juan, sintiendo el estómago revuelto por el impacto, pero feliz, contempla como Cuatro Vientos y Madrid, al fondo, van alejándose y semejando una pequeña maqueta.
Desde el aire las ciudades parecen minúsculas. Cuando la distancia del suelo aumenta los seres humanos se desvanecen. Se descubre un ángulo del paisaje que esboza una realidad en la que miles de historias, ciudades enteras, quedan reducidas a medidas míseras. Cobramos una medida más real: no parecemos existir.
Enrique y Juan hablan a voces. Es la única forma de entenderse con el ruido ensordecedor que les rodea. Avanzan hacia el norte. Pronto la montaña parece plegarse al paso de su pequeña avioneta. El estómago de Juan acusa el impacto de las subidas y bajadas del aparato, del nerviosismo, pero, a pesar de todo, es feliz cumpliendo su sueño.
– Volar no es difícil. Si es lo que quieres hacer, debes hacerlo.
Esas palabras resuenan en la evocación de Juan que, con la maqueta de la Cessna 182 en la mano, recuerda la vomitona que consiguió contener hasta el aterrizaje de la avioneta. También, los vuelos que realizó aquel verano con Enrique que, después de aquel trayecto, le ofreció que volase con él cuando nadie de su familia le acompañase. Quedaban una vez a la semana y, con el avanzar del tiempo, Juan fue aprendiendo los rudimentos del vuelo. No dejaba de preguntar y preguntar. A Enrique le sentaba bien el papel de maestro, disfrutaba con este discípulo fiel, de aprendizaje veloz, que había conocido por azar.
La maqueta de la Cessna planea al lado de su estantería. Juan descubre como su brazo mueve de un lado a otro el pequeño avión. Mira alrededor con apuro y se da cuenta de que el señor de barbas que parece ser el dueño de la tienda le observa y le sonríe. Abochornado, deja la maqueta en la estantería y su mano esboza un gesto que simula una disculpa. Pero sigue observándola con atención.
Aquel verano, probablemente el mejor de su vida, transcurrió rápidamente. Pronto empezaron las lluvias otoñales y Enrique pareció desaparecer. Preocupado, Juan llamaba constantemente por teléfono a su casa y nadie contestaba, hasta que un día respondió una voz apagada de mujer que denotaba agotamiento. Le explicó que su marido estaba ingresado porque le habían diagnosticado una leucemia y estaba en tratamiento. No quería ver a nadie.
Juan se quedó pasmado. Un hombre con tanta energía. Era increíble. Enrique había sido extremadamente generoso con él. Recordó sus palabras el último día que volaron juntos. Tuvieron un problema con el motor de la Cessna que, afortunadamente, no fue grave, pero que convirtió aquel vuelo, precisamente aquel, el último, en una aventura complicada.
“Juan, volar es como vivir. La vida tiene problemas. El vuelo tiene problemas. La primera regla para actuar tiene que ser no perder los nervios. Lo que se puede arreglar, se arregla si uno está tranquilo, si es firme en sus decisiones. De otra manera, la avioneta se cae, la vida se hunde”.
La pequeña avioneta de la estantería, le evoca la imagen de la Cessna de Enrique aparcada en Cuatro Vientos aquel otoño y aquel invierno, ensuciándose y deteriorándose a medida que la vida iba abandonando a su dueño.
A pesar de su insistencia, Juan no consiguió visitar a Enrique, inflexible en su idea de que nadie fuera de su entorno próximo le visitase. Sin embargo, inesperadamente, un día, a principios de diciembre, sonó el teléfono. Era él.
La Cessna de la estantería parece ahora minúscula, rodeada de otras maquetas de un tamaño mayor.
Recuerda la voz de Enrique, suave, como nunca lo había sido, al otro lado del teléfono.
“Juan, quiero que me recuerdes tal y como me conociste hace unos meses. Ahora se me está pudriendo la sangre y la vida, ya no soy yo. Quiero que sepas que he disfrutado mucho volando contigo. Este verano he vuelto a aprender a volar, enseñándote. Gracias por devolverme esa sensación, ese disfrute. No quiero irme sin decírtelo”.
La Cessna se desdibuja borrada por el recuerdo del cable de teléfono que Juan agarraba y retorcía mientras aguantaba las lágrimas y escuchaba intuyendo que aquella iba a ser la última conversación con su amigo.
“Te gusta volar, Juan, a lo mejor, por muchas razones, no puedes llegar a ser piloto profesional, pero, sea como sea, tienes que encontrar la forma de acercarte lo más posible a este mundo. Es tu mundo. Nadie puede encontrarse bien alejado de lo que ama. Recuérdalo Juan, recuérdalo”.
Los ojos de Juan se nublan como aquel día y la Cessna parece no tener un contorno definido. También la estantería aparece ante él borrosa.
Se enteró de la muerte de Enrique un día que fue a Cuatro Vientos, ya en primavera. La Cessna no estaba aparcada en su sitio. Preguntó y en la oficina le dijeron que la avioneta había sido vendida y trasladada a otro aeródromo tras el fallecimiento del dueño.
– Es mi avioneta preferida.
Una voz suave, detrás de él, murmura estas palabras. Juan deja de observar la Cessna, la estantería. Se gira y encuentra unos ojos de mirada divertida, que se parecen a los del dueño de la tienda, detrás de unas gafas de montura roja, modernas. El pelo, también rojo, enmarca un rostro que, en su conjunto, resulta muy atractivo porque la sonrisa nace en la mirada y contagia a la boca, al gesto.
– También la mía –la voz de Juan se atraganta, sale con dificultad-, he tenido la suerte de volar alguna vez con ella.
– Yo la he pilotado en alguna ocasión.
– ¿Pilotas avionetas?
– Tengo la licencia. Solo de vez en cuando, pero si, las piloto. Hay otra maqueta de este modelo que está mejor terminada que esta, igual no la has visto. –Julia trastea por la estantería y en medio del caos aparece una maqueta blanca y roja-.
– Es idéntica –Juan la observa con asombro-, una copia perfecta de la avioneta en la que volé.
Al otro lado de la tienda el viejo lobo de mar escucha y observa a Julia y a Juan charlando. Sonríe.
Aquel día no ocurrió nada especial y, sin embargo, todo fue especial.
La campanita de la puerta ha anunciado mi llegada. Sigue sonando con suavidad, como el día en que Juan entró por primera vez.
Recorro el espacio como si fuese nuevo para mí, aunque he crecido en él. Mi vida ha evolucionado con los objetos que se han ido sucediendo en las estanterías de este almacén de ilusiones que creó mi padre. El tiempo ha traído cambios. El desorden de otras épocas ha cedido el paso a una colocación estudiada que permite encontrar los artículos con facilidad. Las maquetas de aviones han ganado espacio, ocupan casi la mitad de la tienda y son el principal motivo de atracción. Se encuentran piezas únicas que importamos de mil lugares. Los coleccionistas y aficionados acuden como si el espacio fuese un templo. Hay una clientela amplia y fiel.
Al fondo veo a Juan, enseñando una maqueta de una Cessna a un cliente. Pasados seis años, ahí está, tras el mostrador que ocupaba mi padre, que le ofreció un contrato casi nada más verle avanzar con entusiasmo de niño a través del interior de la tienda, poco después de observar aquel primer día como nos mirábamos y charlábamos entusiasmados sobre vuelos y avionetas. Mi padre buscaba un empleado y encontró a una persona que, como él, como yo, amaba el vuelo. En alguna ocasión llegamos a volar juntos los tres en avioneta, cuando Juan por fin pudo hacer las horas necesarias para el examen de la licencia para pilotar. Disfrutó observando los cambios que propusimos y llevamos a cabo en la tienda, nos apoyó en la idea de aumentar el catálogo de maquetas de aviones y, pasados un par de años, dejó en nuestras manos el establecimiento y decidió retirarse a descansar y montar él mismo maquetas. Tuvo la suerte de ver nacer a su nieto, que es idéntico a él. Pasados unos meses, mientras dormía, una noche, el corazón dejó de latir. Se fue tranquilo.
Juan no se ha dado cuenta de que he entrado, sigue explicando con entusiasmo al cliente las peculiaridades de la maqueta.
Avanzo por la tienda mientras respondo preguntas sobre distintos artículos de algunos compradores habituales. Llego a las estanterías de los aviones, donde corretea nuestro hijo, Jorge, que me enseña, emocionado, un nuevo modelo que hemos recibido. Una de las primeras palabras que aprendió fue “avión”.
Observo que Juan busca algo en su bolsillo de su pantalón. Una moneda cae lentamente, en un movimiento que recuerda la cámara lenta cinematográfica, rebota en su pie y recorre, en línea recta, el camino hacia donde estamos Jorge y yo. En su trayecto va disminuyendo su velocidad hasta que se detiene justo delante de mis pies.
Sonrío. Juan, desde el mostrador, me mira y también sonríe. El cliente que está con Juan nos observa con perplejidad. No comprende el diálogo que mantenemos sin palabras.
Me agacho y observo la moneda. Brilla de forma especial, como hace años. Juan la lleva siempre encima. Es un recuerdo especial, casi su talismán. Eso dice. Nunca había reparado en esta tienda, a pesar de pasar por delante a menudo. Miraba alrededor y no veía nada, completamente absorto en sus preocupaciones. Estábamos cerca y sin embargo, lejos, muy lejos.
Pudo no suceder. Estos años pudieron no ser.
Juan siguió la moneda hacia este espacio, hacia los aviones, hacia mí.
¿Casualidad?
Recojo la moneda del suelo, la guardo en un bolsillo y jugueteo con ella. Los dedos parecen no querer separarse de ella.
A J., que va a tener suerte. Con el recuerdo imborrable de la costa californiana vista desde el aire.
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