El atardecer se está apagando y el mar luce el reflejo de una luna luminosa en su horizonte. La playa se extiende unos trescientos metros hasta llegar al pueblo, que se alza, blanco y orgulloso, en un montículo circundado por pequeñas olas.
El verano aprieta y parejas, grupos de jóvenes del pueblo y algunos veraneantes se esparcen por la orilla.
Cerca de la playa se ha instalado un circo ambulante. De cuando en cuando las lonas se mueven ligeramente impulsadas por el viento del sur. Desde el exterior se oyen los redobles de despedida de uno de los números de la jornada. La voz impostada y grave del presentador da entrada a una nueva atracción.
El portón de la carpa se abre y aparece un payaso de mediana estatura, con un aire desgarbado que parece desprenderse de sus pantalones bombachos, anchos y un poco caídos. Avanza unos pasos y, de camino a un aparcamiento de caravanas situado a escasa distancia de la carpa, se quita la nariz postiza y también el sombrero, puntiagudo y plagado de estrellas doradas. Después, mientras se acerca a uno de los remolques, va desabotonándose el traje. Cada vez camina más deprisa.
La puerta de la caravana se abre. El payaso entra y enciende una luz que deja ver un desorden de tiempo. Ropa mezclada con juegos de manos, cacharros sin fregar y objetos esparcidos por muebles y rincones. Con rapidez, se sienta en un pequeño taburete frente a un antiguo tocador con espejo. Varias barras de maquillaje de colores, narices postizas, pelucas, brochas e instrumentos de maquillaje se revuelven en la mesa, estrecha y plagada de pringue de colores.
El espejo es ovalado y se oscurece en la parte inferior con algunas manchas. En el marco, dorado con molduras, se encajan fotos antiguas. La imagen de un hombre de gesto severo, vestido de negro, se repite. Otras instantáneas reflejan épocas pasadas del circo.
El payaso se sienta frente al espejo, extrae un algodón grande de una bolsa y lo empapa con crema limpiadora. El maquillaje blanco, con trazos negros y rojos, se ha resquebrajado en algunos puntos del rostro. El calor es intenso, unas gotas de sudor resbalan por su rostro.
Los redobles de tambores del espectáculo, se dejan oir tímidamente desde la caravana.
El payaso se quita la peluca y deja al aire su calvicie. Luego, comienza a limpiar su rostro con el algodón.
Lejanos, suenan tímidos aplausos del público de la función y la voz cantarina del presentador del circo parece poner punto final al espectáculo.
El payaso levanta la mirada y observa sus ojos. Uno pintado, otro desmaquillado. Uno blanco y terso. Otro con restos de pintura y una telaraña de arrugas diminutas. Enseguida desvía la atención al reloj de su muñeca. Es la hora.
Los aplausos del público crecen y el payaso se mira al espejo ya vestido con un pantalón ligero, algo pasado de moda, y una camisa de manga corta y rayas. Su rostro refleja más años de los que en realidad tiene y su gesto, distante, parece guardar semejanza con el del hombre recio y enlutado que aparecía en las fotos enmarcadas en el espejo. Antes de salir busca en un estante, entre mil objetos, un frasco de colonia y se perfuma el cuello y el torso por debajo de la camisa. Cuando ya está en el marco de la puerta, vuelve sobre sus pasos, busca una baraja de cartas y la guarda en el bolsillo de su pantalón.
Sale de la caravana con prisa. Los espectadores del circo, ya fuera de la carpa, se van esparciendo por el estrecho paseo que corre paralelo a la playa hasta el pueblo.
El payaso, vestido de hombre y acicalado con colonia, se mezcla con la gente. Mira la luna, casi llena, que inunda el horizonte. Parece recrearse en ella y su caminar disminuye y disminuye de velocidad.
En el último grupo de espectadores, dos adolescentes, vestidas con camiseta y pantalón corto, cuchichean y ríen mientras miran a un grupo de chicos sentados en la orilla. Pasan al lado del payaso. Pronto se separan del grupo y pasean en dirección contraria al pueblo.
El payaso, parado, juega con la baraja de cartas que guarda en su bolsillo.
Los espectadores van diseminándose en la noche, clara y estrellada.
Al día siguiente, cuando termina la función el payaso se dirige a la caravana. Entra despacio. A pesar del maquillaje, su gesto denota cansancio. Enciende la radio y sintoniza una emisora con música suave. Vestido con un aparatoso traje dorado se tumba en un sofá pequeño, con la tapicería algo raída. Cierra los ojos y parece dejarse llevar por la música.
Desde la carpa llega el eco de la sintonía de finalización del espectáculo.
Transcurren unos minutos y el payaso parece dormir. A las 10.30 de la noche la música se interrumpe para ofrecer un breve espacio informativo. Con un tono neutro una locutora da noticia de guerras, crisis y un accidente de avión en un país lejano. Al final del noticiario se informa de un crimen acaecido en un pueblo del sur. En una finca de olivos han descubierto los cadáveres de dos niñas de 15 y 16 años. Un agricultor encontró los restos al hacer una inspección de la finca.
El payaso se levanta pausadamente del sillón.
Según informa la policía, los cuerpos sin vida de estas jóvenes yacían mal escondidos entre unos hierbajos. Se ha encontrado una carta de una baraja de póker al lado del lugar de los hechos y se buscan más pistas para localizar al asesino.
El payaso se sienta frente al espejo y comienza a desmaquillarse lentamente. Muy lentamente.
La radio vuelve a emitir música suave.
Fuera, en la playa, el reflejo de la luna rebosa el horizonte del mar.