El pasillo está vacío. La luz artificial se recorta con unos leves rayos de sol que entran por una ventana. Una sucesión de puertas naranjas interrumpen las paredes blancas, dando paso a las quince habitaciones que se distribuyen a lo largo de este corredor en forma de ele. De cada puerta cuelga una placa con un número entre el 200 y el 215.
Como cada tarde, las dos mujeres recorren el pasillo. Avanzan con pasos cortos hasta el final, dan la vuelta y regresan. Una y otra vez repiten el camino, lentamente, marcando con sus pisadas un ritmo monótono sobre las baldosas pulcras del suelo de la residencia. Durante el recorrido, cada vez que se acercan a la ventana Ana, la mujer más joven, mira hacia el patio a través de las verjas mientras sujeta con firmeza el brazo de su madre. Observa con atención como la luz del sol avanza sobre la ropa tendida en el edificio de enfrente.
A lo largo de la tarde y del camino repetido Ana habla con su voz más suave a Carmen, su madre. Le explica la hora, el día de la semana, el mes en que se encuentran, le anima a mirar por la ventana, le habla de las noticias de la jornada, le susurra canciones, hace todo lo posible para captar su atención. Las escasas ocasiones en que reacciona, moviendo la cabeza o contestando alguna palabra suelta, aunque incoherente, brilla la alegría en los ojos grandes y expresivos de Ana. Pero ocurre pocas veces y cada vez más espaciadas. Carmen mira a un punto fijo, indefinido, del fondo del pasillo y avanza con un ritmo regular bien agarrada a su hija. Por la tarde es difícil conseguir que se siente y descanse, parece estar más alterada.
Y Ana camina y camina junto a su madre y observa como el sol va desapareciendo en el patio. En uno de los recorridos, al pasar al lado de la ventana, ve una figura en una de las terrazas. Una niña de unos cinco años morena, de ojos grandes y pelo rizado observa como su madre retira la ropa seca de las cuerdas. Pero no hay nadie en el edificio de enfrente, Ana evoca una imagen de su niñez. Es ella quien mira a su madre, una mujer hermosa en su madurez que le habla con gesto sonriente mientras dobla la ropa
Es una tarde de viernes. Los residentes se concentran en el salón principal, alejado del pasillo. Allí pasan habitualmente las horas entre la merienda y la cena, acompañados de las auxiliares y de algunos familiares. Apenas se percibe un murmullo lejano de conversaciones.
El tiempo transcurre lentamente. Ana se detiene un momento y sujeta con fuerza la mano de Carmen mientras consulta su reloj. Son las cinco y media de la tarde. Estira de nuevo la manga de su chaqueta y vuelve a emprender el paso. La madre reanuda su andar pausado. La mirada de Ana se pierde en el fondo del pasillo. De repente siente una fuerte presión en el brazo y, como un golpe, viene a su mente una imagen. Una mano diminuta cuelga del brazo de Carmen. Caminan por el barrio de su infancia, en el centro de Madrid. Desde la plaza de San Ildefonso, atraviesan la Corredera Baja, doblan una esquina y surge una imagen nítida de la calle del Espíritu Santo. A Ana le resulta difícil seguir el paso rápido de su madre que se detiene en la puerta de un comercio y empuja la puerta. Y entran en el mundo fascinante de la librería-papelería del barrio.
Mientras su pensamiento retrocede cuarenta años atrás, Ana sigue sintiendo una fuerte presión. Al girarse descubre el rostro de su madre desencajado, con los ojos entrecerrados. Su mirada desciende y comprueba que las piernas de Carmen se están arqueando. Algo le está ocurriendo, se está desvaneciendo. Ana reacciona, introduce enérgicamente los brazos por debajo de las axilas de su madre y la sujeta como puede mientras grita con todas sus fuerzas pidiendo ayuda. Viene a su mente la mirada alegre de Carmen en aquella papelería y como, tras comprar cuadernos y lápices, por sorpresa, deja que elija un cuento. Y los ojos de Ana brillan, siente una gran inquietud, todos los ejemplares de la librería están delante de ella, disponibles y tiene la responsabilidad de elegir uno, sólo uno. Mira alrededor con nerviosismo, leyendo títulos y mirando portadas y finalmente escoge “El príncipe valiente”.
Ana chilla con todas sus fuerzas, no puede resistir, le es imposible soportar por más tiempo el peso. Nadie la oye. Aprieta todo lo que puede su cuerpo al de Carmen, para no dejarla caer, y comienza a agacharse despacio hacia el suelo, intentando mantener la sujeción. La dependienta de la librería le entrega el cuento envuelto en un papel rojo muy llamativo. Carmen paga y, sonriente, termina la conversación dando recuerdos para la familia de la vendedora. Ana se arrodilla sujetando como puede el cuerpo de su madre contra el suyo. Con gran dificultad y sintiendo intensos tirones en la espalda, coloca en el suelo la cabeza y el torso de Carmen. Después, acomoda las piernas y los brazos, totalmente rígidos.
Carmen parece muerta, pero Ana comprueba que respira. La calle está muy concurrida. Madre e hija salen del establecimiento y Ana camina dando pequeños brincos de alegría. Salta, corre y vuela y aunque el pasillo es largo, no tarda nada en llegar al salón situado en el otro extremo de la planta para pedir ayuda. En unos momentos Carmen está rodeada de personal de la residencia. No parece responder a los estímulos. La doctora pide con urgencia una ambulancia.
Ana es un testigo ausente de toda la actividad que se despliega a su alrededor. Responde mecánicamente a las preguntas de la doctora. En su cabeza se suceden los sonidos y las imágenes de la calle de su infancia, Carmen haciendo la compra en las tiendas a pie de calle y Ana caminando alegre abrazada a su cuento.
En poco tiempo llega la ambulancia. Ana entra en la habitación de Carmen y recoge rápidamente ropa para llevar al hospital; también su abrigo y su cartera. Al salir su mirada se detiene un instante en un marco donde ha colocado fotografías recientes. Se fija en una tomada en el salón de la residencia meses atrás. Al fondo de la imagen se intuye un grupo musical y en primer plano su madre baila agarrada a una de sus cuidadoras. Tan solo meses atrás.
Ana sale rápidamente de la habitación. Fuera, en el pasillo, ya está preparada la camilla. La comitiva atraviesa rápidamente el camino hacia el ascensor. Ana va detrás con paso apresurado. Al pasar por la ventana no puede evitar mirar hacia el patio. Ya no hay sol. La niña morena de pelo rizado le dice adiós con la mano desde la terraza de enfrente. Una música de pasodoble suena en alguna parte y Ana contempla a Carmen bailando hace unos meses, hace unos años, joven, sonriente, bella. Delante de ella la camilla emprende su viaje a urgencias. Pero la mujer acostada allí, inerte, le recuerda sólo vagamente a su madre.
2. LA MÁQUINA DE BEBIDAS
La sala es grande y blanca, sin ventanas. La luz fluorescente del techo acentúa los rasgos del puñado de personas que, dispersas en el amplio espacio, esperan. Un reloj grande situado en la pared del fondo marca las ocho de la tarde.
Ana entra despacio en la sala de espera y observa alrededor antes de decidir donde sentarse. La luz blanca subraya la tristeza de su mirada, ojerosa. Su paso oscila, hasta que finalmente se dirige al grupo de sillas de la izquierda. Únicamente un hombre muy delgado de alrededor de ochenta años está sentado en ese lado. Al atravesar la sala, Ana cruza la mirada con él. Se quita el abrigo, se acomoda y extrae de su cartera una carpeta; quiere mantener la mente ocupada haciendo correcciones de la maqueta de un libro que va a publicar la editorial en la que trabaja. Empieza a leer, pero no se concentra. Pasado un rato abandona la tarea y empieza a hablar con Valerio, el hombre sentado en su hilera de sillas. Descubre en aquel compañero de situación a un ebanista jubilado, muy enamorado, que presiente el final de su mujer.
Las agujas del reloj avanzan. Marcan las 22.30. Cada vez que suena el altavoz, Ana y su reciente amigo interrumpen bruscamente la conversación y prestan una total atención a la voz monótona que llama a los familiares de los enfermos. Aún no hay noticias.
En una esquina de la sala hay una máquina de bebidas. Ana se dirige hacia ella, inserta las monedas y extrae una botella de agua mineral. Abre el envase y bebe unos sorbos. Un poco más allá, a unos tres metros hay otra máquina con sándwiches y algo para picar. A medida que Ana se aproxima ve su silueta reflejada en el cristal. Observa, cada vez más cerca, su rostro serio. Su media melena ondulada, su cara ovalada y su silueta actual se confunden con la figura de una chica de veinte años, pelo largo rizado y sonrisa amplia. Es ella misma con la apariencia de la primera juventud. Se detiene frente al cristal. Detrás de Ana aparece un chico alto, muy alto, sonriente. La pareja está ante el escaparate de una tetería. Bromean y entran en el establecimiento. Elijen una mesa retirada. Ana deja los libros de la facultad en una silla y se sienta frente a Juan. Los ojos de ambos quieren encontrarse, pero cuando lo hacen no se atreven a mantener la mirada. La conversación transcurre a saltos; a veces se detiene por la timidez de ambos. Dilatan el tiempo y, cuando hace ya un buen rato que han acabado sus consumiciones, salen de la tetería y se detienen en la acera, despidiéndose frente al cristal de la puerta. Y Ana ve como Juan, muy alto, la mira con admiración, se agacha suavemente y acerca sus labios para darle un beso. Será el comienzo de una relación intensa que se prolongará durante trece años. Pero los caminos de Ana y de Juan evolucionarán en distintas direcciones. Hace bastante tiempo que no se ven.
Ana se ha quedado paralizada frente al cristal de la máquina. La calle que se dibuja detrás de la silueta de Juan es muy familiar. Ve claramente los edificios antiguos, las aceras estrechas. El paisaje se repite. Otra vez el mismo lugar, la calle del Espíritu Santo. La chica de la larga melena rizada de aquel beso delante de la tetería de su barrio, vuelve a transformarse en el cristal en la mujer de la media melena actual. Por fin introduce las monedas para comprar un sándwich de jamón y queso y unas galletas para compartir con su amigo Valerio.
El reloj sigue avanzando sin noticias de los pacientes.
3. EL ORDENADOR
La puerta es grande, de madera antigua. Ana hace girar la llave y entra en su casa pasada la medianoche del domingo. Su gata está esperando detrás de la puerta y maúlla recriminando la ausencia de estos días.
Ana ha pasado el fin de semana en el hospital. Han sometido a Carmen a diversas pruebas y el diagnóstico no es claro. Se está acercando a fases finales de la enfermedad de Alzheimer y el desvanecimiento ocurrido parece formar parte de un proceso que empezó nueve años atrás. Después de recibir el alta hospitalaria, Ana ha trasladado a su madre a la residencia en una ambulancia y la ha dejado en su habitación durmiendo apaciblemente.
Ya dentro de la casa suelta los bártulos en el mueble de la entrada y se dirige hacia la cocina, donde hay bastante desorden. Friega una taza y calienta en el microondas un vaso de leche. Coge un paquete de galletas y la taza y se dirige a su estudio, plagado de libros y papeles. En una de las paredes hay bastantes fotografías, algunas de ellas de su infancia. Y Ana ve su imagen en distintas instantáneas. Muy pequeña, en brazos de su madre. Entre sus padres, el día de su comunión. Con su padre, en un sillón, leyendo un libro en casa. Repara en el rostro feliz de sus padres mirándola. Muchas fotos están tomadas en el piso donde vivían. Recuerda un pasillo amplio y muchas habitaciones que tenían conexión unas con otras. Sus primos y ella jugaban al escondite en ese laberinto de puertas que comunicaban los espacios que componían la casa que era alegre, con mucha luz y unos balcones hermosos. A ella le gustaba asomarse, ver los tejados, la calle y a los vecinos y conocidos del barrio. Desde la altura de aquel cuarto piso también se divisaba, cercana, la calle del Espíritu Santo.
Y a medida que Ana deja fluir los recuerdos, sus ojos se llenan de emoción y de lágrimas. Y por primera vez en años siente la necesidad de escribir sobre ese barrio y esa calle, la calle de su vida. Enciende el ordenador, mientras da pequeños sorbos al vaso de leche. Abre un documento en blanco y el cursor se va desplazando a medida que en la pantalla empiezan a aparecer frases: “El pasillo está vacío. La luz artificial se recorta con unos livianos rayos de sol que entran por una ventana…”
4. EL DESPERTADOR
Suena el despertador. Son las siete y media de la mañana. La gata salta encima de la cama de Ana que se despereza y estira mecánicamente el brazo para hacer callar el sonido. Ha estado escribiendo hasta casi las cuatro de la mañana. El texto brotaba con facilidad y no podía parar. Ahora percibe el cansancio del fin de semana en el hospital y de esta última noche retomando su afición por la escritura.
Aún en la cama, la gata y Ana juegan y se hacen carantoñas. Después de este ritual, se levanta y llama a la residencia, su madre sigue bien. Va directamente al baño y se da una ducha rápida. Después se dirige hacia la cocina e introduce una taza de leche en el microondas mientras pela el último kiwi que hay en la nevera, casi vacía. Se lleva el café a la mesa de la cocina y mira su agenda mientras desayuna. Hoy tiene una reunión a las diez de la mañana. Decide tomarse este tiempo con tranquilidad y no llegar a la editorial antes de esa hora.
La gata zascandilea por la cocina intentando llamar la atención. Ana prepara en su cuenco la comida del día. Después hojea un periódico de la semana anterior. En sus páginas aparece repentinamente el rostro descompuesto de su madre en la cama de urgencias, el goteo instalado al lado de algunos pacientes, las camillas yendo y viniendo por los pasillos, la despedida emocionada de Valerio al darle el alta a su madre. Pasa algunas páginas y sus pensamientos se trasladan a los recuerdos que se han ido sucediendo estos días, momentos clave de su vida que han tenido un escenario común. Una calle estrecha y entrañable de uno de los barrios más antiguos de Madrid. Siempre esa calle.
Mientras se peina y se maquilla ligeramente decide ir a la editorial andando. Quiere atravesar su antiguo barrio, llegar a la calle del Espíritu Santo y recorrerla de un extremo a otro.
Al salir se detiene frente al espejo de la entrada y se da cuenta de que va vestida totalmente de negro. Coge una bufanda roja del perchero. Es su color preferido, su talismán.
5. LA CALLE
La mañana es fría pero hace sol y Ana empieza a atravesar el barrio de Chamberí con el gesto placentero de quien ha estado encerrado tiempo y siente de nuevo la luz y el aire. Su caminar es ágil y juvenil. Tras atravesar varias manzanas de calles muy familiares de un Madrid que está despertando, atraviesa la calle de San Bernardo y llega a Espíritu Santo. Respira hondo y mira alrededor con los ojos del explorador que descubre por primera vez un territorio. Pero ella no es una extraña. Este es su barrio, aunque ahora no viva allí.
Ana observa todo con atención y es a la vez la niña risueña que se agarraba con fuerza a su madre, la joven tímida que no se atrevía a mirar a su amigo en la puerta de la tetería y la mujer de cuarenta y cinco años que atraviesa ahora la calle con paso suave y lento, pero decidido. Observa el cielo, los edificios, sus balcones y fachadas, el pavimento, contempla todo con los ojos de quien quiere desentrañar cada detalle y aislar lo antiguo de lo reciente en un viaje interior de retorno a otros tiempos.
Avanza por la calle lentamente. Nada más caminar unos metros le parece distinguir a lo lejos una figura familiar. Es un hombre vestido de negro con una cartera. A medida que se acerca comprueba que es Fernando Velasco, un escritor que ha publicado sus últimos relatos en la editorial en la que trabaja Ana. Durante los últimos meses ha coincidido con él en algunas reuniones de trabajo. Su trato es estrictamente profesional.
A Ana le sorprende ver a Fernando en esa calle, en “su” calle, justo ese día. Caminan en direcciones opuestas, así que van encontrarse de frente. Él tiene un aire despistado, con el pelo un tanto revuelto, parece recién caído de la cama. Cuando ya están muy cerca esquivan las miradas. Ana decide romper el hielo, le saluda en el momento en que casi van a cruzarse y, por hablar de algo, le pregunta detalles sobre el lanzamiento de su última obra. Él contesta con amabilidad, aunque con una cierta distancia. Pero ninguno de los dos está inmerso verdaderamente en la conversación. Al principio sus miradas se evitan, hasta que finalmente se cruzan. Ana percibe por primera vez energía y calidez en los ojos de Fernando que a su vez descubre en las pupilas de Ana a esa niña de cinco años que se deleitaba con los cuentos infantiles.
Cuando se despiden, ambos tienen el gesto relajado. Ana reanuda su paseo y Fernando, en dirección contraria, continúa su recorrido hacia el metro. Este encuentro casual marca un giro en la imagen que cada uno tiene del otro. Pero aún les costará un tiempo reencontrarse y reconocerse.
Ana se detiene al llegar a la tetería y sonríe recordando como se tenía que alzar de puntillas para besar a Juan por su diferencia de altura. Y sigue caminando hasta llegar a la librería, el lugar más maravilloso del mundo durante su infancia. Ya no existe, ahora hay una pequeña boutique de moda. En el escaparate los libros han sido sustituidos por distintas piezas de ropa y abalorios expuestos encima de un terciopelo rojo. En una esquina, casi escondidos, hay unos pendientes de plata en espiral.
6. EL BANCO
A la altura de la mitad de la calle de Ana hay una pequeña plaza, irregular y extraña. Han pasado un par de meses. Ana, sentada en un banco, espera a Fernando. Van a comer juntos. Un leve sol hace presentir la primavera y hace brillar la espiral plateada de sus pendientes. Vestida con una blusa roja ligera, cierra los ojos para disfrutar de este despertar a tiempos más cálidos.
Ana no sabe nada de su futuro. No sabe que Carmen morirá pronto, tranquila, sin sufrimiento. No sabe que al poco tiempo ella y Fernando decidirán vivir juntos y lo harán durante varios años. Y se amarán profundamente, con la alegría de haberse encontrado cuando ya parecía demasiado tarde. En ese tiempo habrá sol y nubes, pero ellos sabrán salvar obstáculos, crecerán juntos y disfrutarán de tenerse. Y él cuidará de ella y ella cuidará de él, como cuidan los que han conocido tremendas soledades.
Ana tampoco sabe que dentro de nueve años Fernando desaparecerá bruscamente de su vida en un accidente de automóvil y que ella estará a punto de acompañarle. Pero sobrevivirá y, tras un tiempo de desolación, se encontrará de nuevo con la vida y saldrá adelante aferrándose a la escritura. Y envejecerá escribiendo y enseñando a jóvenes escritores a desarrollar sus narraciones con pasión y profesión.
Y a lo largo de los años volverá a sentarse a veces en este banco de esta calle, de la calle de su vida, y como hoy, entrecerrará los ojos dejando que el sol acaricie sus pensamientos.
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A mi madre, su enfermedad ha inspirado este relato que, tristemente, ya nunca podrá leer ni entender. A mi padre, al que siempre recuerdo escribiendo y silbando canciones. Y a ese barrio de la infancia que siempre irá conmigo.
PILAR GARCÍA ELEGIDO
Este relato fue publicado en el libro «Cambio de Agujas» editado por la Fundación Borau en 2009.
me ha parecido un relato maravilloso no se cuantaa veces lo he leido y siempre me emociono por ser muy cercano a la realidad mis deseos de un gran exito y en recuerdo de una mujer extraordinaria
Matilde, muchas gracias y un gran abrazo.
Me ha gustado lo bastante como para leerlo entero lo que, teniendo en cuenta mi prejuicio sobre no leer literatura escrita por los vivos, significa eso, que me ha gustado. No sé si será una falta de cortesía apuntar alguna cosilla, sobre todo por estar ya publicado; me arriesgo; ahí va:
La calle es fundamental, sí, pero sobra el nombre; quiero decir que yo la conozco, pero no describirla más reposadamente de modo que el nombre o la situación real no importe significa hacerla poco universal. La calle tiene que ser sentida por un chino que te lea.
Y otra sugerencia es que el final está demasiado resumido. Parece que, pasado el momento de inspiración o el tiempo falta el trabajo arduo. No digo que yo sea capaz de hacer todo eso, ni mucho menos.
Tu sabrás disculparme si estas palabras no son oportunas o no sirven para nada.
Un cordial saludo.
Muchísimas gracias por leerlo, incluso en contra de tus gustos. Y te agradezco mucho los comentarios. Estoy bastante de acuerdo con el segundo, el que se refiere al final. La imagen de la protagonista, ya mayor, sentada en el banco, apurando el sol de la tarde, se impuso a todo lo demás e hice un gran esfuerzo para llegar a ese final que había estado latiendo ahí durante toda la escritura.
Este cuento es muy especial para mi, tiene un engranaje muy difícil de explicar con la vida real. Es ficticio, pero tiene elementos de la realidad aquí y allá que quedarán para siempre en mi recuerdo relacionados con unos años en que la vida estuvo para mi detenida, en otra parte. Un tiempo en el que, yo no lo sabía, pero la imaginación estaba constantemente trabajando y, sin embargo, parecía estar paralizada. Pero el hecho de que para mi este trabajo cuente ahora y en un futuro de un valor extraliterario no quiere decir que no reconozca sus imperfecciones y las comparta contigo y con cualquiera que se asome por aquí y quiera dejar un comentario. ¡¡¡Mil gracias y un abrazo!!!
Maravilloso relato. Visual. Respiro y siento. Leo y me envuelvo en la piel de la protagonista.
Realizo escritorio remoto en sus ojos.
Y he retrocedido también en el tiempo. He visto unas niñas manejando barro y pintura, ¿te acuerdas? Y la mirada de tu madre alrededor.
Se han encharcado mis recuerdos con lágrimas. Pero me quedo finalmente con la sonrisa que tenía mientras nos observaba.
Muchos besos Pilar.
Sigue escribiendo.
Muchas gracias, Isabel. Barro y pintura, es verdad. La sonrisa salva de tantas cosas… Mil gracias por tu recuerdo. Un fuerte abrazo!