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Cine y escritura

Una vela. Roja.

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Caminamos las calles estrechas del barrio madrileño de Tetuán con sus construcciones irregulares, atractivas a veces en su fealdad. Las aceras, estrechas, recuerdan el tiempo del rodaje de un corto hace ya mucho. Después de un rato de callejeo y despiste, llegamos a una iglesia, cerrada. Una fila nutrida de gente, espera.

Enciendo la vela.

Tras un rato de animada charla en la cola, abren por fin la iglesia -Nuestra Señora de las Victorias, así se llama-. El espacio es más grande de lo esperado. Ordenadamente nos colocamos en bancos y esperamos la hora de inicio del concierto. La iglesia se llena, cierran las puertas. Vestidos de negro, cantantes y guitarrista, salen por una puerta situada a la derecha del altar y el director del grupo, un hombre de cara simpática, introduce con energía la primera canción de gospel.

Veo la llama de la vela oscilar, como si un viento suave empujase su luz.

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Las voces de los hombres y mujeres del grupo rebosan un ritmo y una alegría que contagian a un auditorio entregado, siguiendo las instrucciones del director que anima en momentos concretos a cantar o a dar palmas. La música y su fuerza para modificar estados de ánimo, para movernos, física y emocionalmente.

La vela roja, resaltando entre las velas blancas.

De repente, vibra el móvil. Lo miras.

No. No. Noooooooo.

La gente da palmas al ritmo que ha marcado el director. Todo el mundo alrededor está animado. Tú lo estabas hace un momento. Te levantas e intentas salir discretamente. El recorrido hasta Bravo Murillo, aún a paso muy ligero, se hace eterno. Las aceras multiplican su longitud hasta que consigues alcanzar la calle y parar un taxi.

Observas la luz de la vela, hipnótica, calmante.

En el trayecto, mientras hablas por teléfono, te fijas en el sol que inunda Madrid. La entrada del hospital parece poco concurrida en este día de Nochebuena. Subes a la planta. Cuando llegas a la habitación crees que ya se la han llevado, pero no, la mujer de la sonrisa (a la que dediqué el post «Una sonrisa») está cubierta por la sábana que tapa completamente su cuerpo, delgado, totalmente debilitado después de la batalla de los últimos días en paliativos. A través de la ventana el sol limpio de la mañana rinde un homenaje de despedida a la bella mujer de la sonrisa.

No puedes dejar de mirar el suave oscilar de la vela.

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Cuando se llevan el cuerpo de la mujer de la sonrisa empiezan trámites y demoras. El dolor de la hermana de la fallecida tiene que esperar. Hay que hacer autopsia, los servicios funerarios del hospital y de la mezquita (la mujer de la sonrisa es musulmana) tienen que ponerse de acuerdo, hay que fijar todos los trámites en un día en el que trabaja menos gente. Al final, morirse también es una cuestión burocrática.

Cuando todo el proceso por fin se pone en marcha, la hermana de la mujer de la sonrisa tiene por delante la tarea más dura: volver a su casa a decir a una niña de once años que su madre ya no está. Pero los niños a veces dejan de ser niños antes de tiempo. Y saben. Ella ya sabe.

Miras el pasado en la luz oscilante de la vela.

Y cuando dejáis a la hermana de la mujer de la sonrisa en ese trayecto que jamás olvidará hacia su sobrina, que dentro de poco tiempo -esperemos- se convertirá legalmente en su hija, regresas a casa. Es media tarde y mientras preparas la ropa para cambiarte e ir a la cena de Nochebuena, recuerdas. Una puerta se abre y ves a tu madre atravesando el umbral para darte la noticia, la que ya sabes, la que esperas.En el mismo momento la puerta de otra casa se abre y otra niña recibe hoy la noticia más dura, la que ya sabe, la que espera. Te recuerdas en aquel momento, atravesando aquel pasillo hacia la edad adulta. En la mujer que eres, en el eje de su fortaleza, también de su debilidad, está el dolor y el reto de aquella niña que se enfrentó pronto a la pérdida.

Y mientras preparas todo para marchar a la cena, que será breve -mañana acompañarás el último recorrido de la mujer de la sonrisa- buscas una vela, roja, y la enciendes, por la mujer de la sonrisa, por su hija, esa niña que, de golpe, hoy es adulta.

Y tu mirada se pierde en la calidez de la luz de la vela.

 

 

 

 

 

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