Recorro calles, rincones, sin prisa. Grabo a ratos. Brihuega se va descubriendo ante mí, que la miro con los ojos de quien recuerda que esas calles han sido vividas por tanta gente de la familia. Recreo -quizás, invento- escenas de la vida cotidiana de mis abuelos, de mi madre. La imagino jugando con niños en la plaza, convertidos ahora en abuelos que toman el sol apaciblemente y miran con curiosidad mis cachivaches de grabación. Alguno entabla conversación y enseguida llegan las charlas sobre la familia, que si conocí a tu tío, que si recuerdo a tu madre, que si…
Voy diseccionando las esquinas como un entomólogo, recordando anécdotas que me contaron, inventando secuencias de un pasado que no conocí, analizando sin saber muy bien por qué, hacia dónde…El documental que grabo se detiene a cada rato. No hay prisa me digo. Y sigo divagando.
Me gusta sentarme en los bancos de Santa María, una iglesia que se asoma a la vega y ver allí el paisaje y el paisanaje que pasea y va y viene a ratos. Pensar. Saborear la soledad de las horas de la comida desde ese punto, divisando el paisaje y el verdor de la primavera. Callejear sin rumbo. Buscar, demorar la búsqueda, simplemente pasear.
El domingo pasado he estado de nuevo en Brihuega. Apenas he grabado, ha sido un día de encuentro con amigos. A la hora de la comida hemos acudido a uno de los restaurantes más populares. Sentados ya en la mesa, mientras esperábamos la comida, mis amigos me hablaban de gente muy interesante del pueblo a la que quizás debería entrevistar para el documental y referían algunas anécdotas sobre ellos.
De repente, la camarera ha traído un plato que no habíamos pedido, un aperitivo. Si ese momento fuese la secuencia de una película, el director congelaría a todo el mundo, salvo a mí, y remarcaría mi gesto de asombro, de recuerdo, de alegría mezclada con melancolía.
He mirado el plato y, ¡zas!, lo he entendido todo. Los rincones que busco, los recuerdos que se escapan, lo que es, lo que fue, todo está en ese pequeño plato. Todo nace en el frágil territorio de la infancia. «Anda, come un poco más. ¿Te echo más uvas? Hoy no me han salido bien, se me ha ido la mano con el aceite. No están muy sueltas. Están demasiado hechas. Hoy están buenísimas. Pero échate más, que tenemos que acabar la fuente. Vamos, hay que comérselo todo. No se puede tirar comida… que ya sabéis que no me gusta tirar comida»
Nada más ver el plato, como un resorte, se me han llenado los ojos de lágrimas. De golpe, con sencillez y contundencia, las respuestas, muchas respuestas están en un plato, en un aperitivo. Un plato contundente, recio, alejado del glamour de la nueva cocina. Un plato singular que se prepara en otras zonas pero con ingredientes únicamente salados.
Unas migas con uvas que son como las que hacía mi madre. Unas migas con uvas que saboreas como si fuesen el mayor tesoro del mundo. Y lo son. De tu mundo. Porque aunque hayas viajado, conocido, vivido… todos tenemos unas migas con uvas (o lo que sea) que definen de donde venimos, como somos, nuestro territorio, nuestros límites y fronteras. Unas migas con uvas a las que volver.
Vengo de un pueblo de La Alcarria (y de otro de Toledo) y soy como las migas con uvas (recias, contundentes, alejadas del glamour, una mezcla de sabores -dulce y a la vez, salado-…) Volveré a grabar donde sea, fuera de España, si una historia me llama, pero hoy quiero seguir paladeando las raíces y descubrir esta Ítaca que está en mi, en un plato de la tierra.
Vamos a por la grabación de «Cruces» en Brihuega. Vamos a conocer, a volver, a creer, a volar, a crecer. Y a comer migas con uvas con deleite.
Que hermosos recuerdos Pilar.