Jardín de lavanda en primer término. Un poco más allá, tilos. Una reja alta que da a un campo de golf y detrás campos de fútbol y una pista para correr.
Por un camino del parque camina un hombre de unos setenta años sujetando por detrás a una mujer muy anciana que, colocada de pie intenta con dificultad mantenerse erguida y, a la vez, hacer el gesto de empujar una silla de ruedas situada delante de ella. En realidad es el hombre quien con cuidado empuja a ambas, es él quien dirige el movimiento y los pasos de la mujer.
El camino se hace largo con esos pasitos de hormiga y tardan en alcanzar la altura del banco donde estoy sentada. El proceso de rehabilitación de una lesión severa de tobillo marca unas rutinas que me llevan a ese parque todos los días. Descanso unos minutos tras caminar un buen rato bajo el sol que, a primera hora de la mañana, ya anuncia las elevadas temperaturas del día.
Desde hace semanas, cuando coincidimos, observo el caminar lento de esta anciana dirigido con perseverancia por el que parece ser su hijo. Veo la enorme ternura con la que suavemente impone esta actividad el “hijo” a su “madre” y me trae muchos recuerdos.
Hoy el hombre detiene el paseo al llegar al banco. Con un cuidado prodigioso ayuda a sentarse a la madre en el otro extremo del banco y él se coloca él a mi lado, acalorado. Da los buenos días. Le respondo. Al cabo de un momento explica con cierta timidez que le gustaría ir un momento a beber agua a una fuente cercana, me pregunta si voy a estar un poco más en el banco y puedo cuidar un momento a su madre, tan delgada, tan frágil, tan callada.
En ese momento me pregunto si cuelgan de algún modo hilos invisibles que nos llevan al afín, al que ha pasado por situaciones similares, ese que conoce bien lo que nos pasa porque forma parte de su historia de vida. O quizás llevamos en nuestro rostro señales visibles para otras personas que nosotros no somos capaces de descubrir cuando nos miramos en el espejo. Quizás desconocemos las huellas del pasado en nuestro rostro o hacemos por no verlas.
Me he quedado unos minutos en el banco con esta señora impasible, ajena a casi todo, a la que por un momento he tenido ganas de abrazar como si la conociese de toda la vida, como si su historia y la mía fuesen la misma historia. Porque realmente podrían ser el haz y el envés de una misma historia. Y mientras la miraba, no me ha quedado más opción que recordar.
18 de julio de 2009. Una habitación de una residencia, un balcón cerrado, un armario sencillo, un sillón, una silla, una cama articulada y, al lado, un gotero.
Ocupa la cama una señora mayor con una mascarilla. Ojos semicerrados. Brazos caídos. Respiración lenta. El rostro de alguien que ha sido atractivo y aún en sus últimos años tiene algo indefinible que atrae. Pero esa mujer, que apenas respira, está terriblemente delgada y no es ni la sombra de lo que fue un día. Como le ocurre a la mujer sentada a mi lado en el banco.
Me acerco al balcón y miro hacia la calle. Media tarde, aún se adivina un intenso calor fuera. Desde allí miro hacia la cama. Y lo sé. Lo sé. Ha llegado el momento. Es ahora. Cierro la puerta, que siempre permanece abierta. Las auxiliares de la residencia saben y se mantienen a distancia para no interrumpir este momento. Acerco una silla al borde de la cama. Cojo de la mano a mi madre y empiezo a hablarle. De la niñez. Del barrio. De mi padre. De ella. De sentimientos y emociones. Voy dejando la silla y sentándome en la cama, abrazándola y sintiendo que su respiración entrecortada. La vida pende de un hilo.
Me recompongo, vuelvo a la silla, abro la mesilla y saco unas hojas sin grapar que llevan días allí guardadas, esperando. En la primera hoja, un título, “La calle de la vida”, que da nombre a este blog, que terminé de escribir pocas semanas antes y que publicaría la Fundación Borau en un libro colectivo de relatos un par de meses después.
Más allá de la valoración literaria que tendrá que hacer cada cual y que no viene ahora al caso, “La calle de la vida” era y es para mí mucho más que un relato. En el momento de su escritura era un regreso a la creación, de otra manera. Era una puerta abierta a nuevas vías de expresión después de dedicar los últimos años a trabajar en promoción cinematográfica y a cuidar de mi madre y no encontrar tiempo ni aliento para crear. Era, sobre todo, una historia que impulsaba la propia enfermedad de mi madre y que yo quise escribir para ella y dedicársela en su final.
Aquella tarde de hace ya casi cuatro años, línea a línea fui leyendo “La calle de la vida” como jamás volveré a leer este relato. Las palabras parecían brotar con una naturalidad y un tono emocional sereno y a la vez intenso, como nunca volverán a sonar en cualquier otra lectura.
Y mientras leía, apretaba la mano de mi madre. Mi madre, que se había consumido en diez años de Alzheimer, que ya no era más que una sombra de la mujer que fue, que no hablaba desde hacía tanto, que no reía desde hacía tanto, pero que a veces daba alguna señal de tener algún momento, un rayo veloz y pasajero de lucidez. Leía y la miraba constantemente de soslayo. Si existiese la justicia alguna de esas palabras tendría que haber podido llegar al cerebro de mi madre en aquel momento. Pero, ¡quién sabe! Ella se había despedido hace tiempo y ese era el momento de mi despedida. Mi modo de decir gracias, gracias y más gracias, ve tranquila, que aquí seguiremos bien, encontraremos caminos, sabremos seguir. Ve tranquila.
Cuando terminé de leer “La calle de la vida” mi madre seguía con la respiración entrecortada y los ojos prácticamente cerrados.
Me volví a recostar un rato junto a ella en silencio. Poco después me levanté y abrí la puerta a los médicos y sabía que también a la muerte, que llegó de madrugada.
Aquellos momentos, que pueden resultar muy dramáticos en el relato que acabo de hacer, no lo fueron. Había una gran sensación de placidez en aquella habitación. Mi madre se iba como había vivido, siempre positiva, alegre. Y esa placidez te envolvía.
“La calle de la vida” cuenta una historia, pero a mí me sirvió para realizar una de las dos despedidas más importantes que he vivido. Ese título era el preciso porque la vida se impone hasta el último suspiro, a veces de un modo cruel, por ejemplo para los enfermos de Alzheimer y sus familiares. Pero sobre todo ese título era el indicado para alguien de una vitalidad y una energía arrolladora que me había llevado tantas veces de la mano por “la calle de la vida”.
Recuerdo esa tarde marcada del verano de 2009 mientras observo a la señora sentada a mi lado, extremadamente delgada, con la cabeza ya fuera del mundo. El hijo vuelve enseguida, me despido sin poder dejar de mirar a esta señora y sin dejar de reconocerme en la labor cuidadosa de su hijo y sigo mi camino hacia mi siguiente tarea diaria de rehabilitación: andar en el agua.
En el camino hacia la piscina, sigo pensando y vuelvo a valorar que los años de cuidado de mi madre han sido quizás los años más importantes de mi vida. Años de dificultad y definición personal, de elección, de riesgo, de amor sin reciprocidad, de cuidar la calidad de vida de alguien a veces a pesar o contra el entorno, a veces contra uno mismo, de entrega desde el cariño. Y sigo recordando detalles de aquella lectura especial de “La calle de la vida”, que siempre releo cuando llega el aniversario del fallecimiento de mi madre. Sin tristeza, me hace recordar aquel momento tremendamente emotivo, pero de honda placidez.
En la piscina me abro camino con cierta dificultad para realizar mis ejercicios y andar en el agua entre multitud de niños que chillan, se tiran, juegan y ríen encantados con sus travesuras en el agua. Y en esa risa empiezan “las calles de la vida”. Y de golpe, entre esas risas, parece resonar la carcajada alegre de mi madre a decirme vamos niña, ríe tú también, vive, sueña. Vamos, que puedes, niña. Y vuelve a mí la placidez, la sonrisa y casi la risa mientras recorro andando metros y metros de piscina, algunas de mis actuales “calles de la vida”.
Pero llegarán otras. Llegará incluso el mar.
Con mi total reconocimiento y admiración a aquellos que cuidan de alguien con Alzheimer o con alguna demencia y lo hacen desde el respeto a la personalidad que tenía el enfermo y desde un cuidado afectuoso y tierno.