Amanece. Un sol tibio aclara el color de las teclas de la máquina de escribir que, sobre una mesa al lado de la cristalera, contempla el peso del tiempo en las nubes que van y vienen.
Han pasado algunos años desde que sus teclas, afanosas, construían los diálogos de personajes teatrales, buscaban el adjetivo preciso de un poema, elaboraban escritos y ensayos sobre los tiempos vividos, o sobre los que podrían ser y, finalmente, nunca llegaron.
La luz del sol refleja el brillo de sueños relatados a golpe de teclado mientras evoca sonidos de infancia. Las voces de un patio de vecinos de Malasaña y el runrún del carro de la máquina ofreciendo un contrapunto al entorno.
La pared, vacía, parece reflejar en el tono ocre del amanecer de hoy la figura de un hombre grande, en muchos sentidos, grande, armando una coreografía de sonidos al golpear el teclado con sus manos grandes. Ese mismo hombre que, unas horas antes, ha empleado sus manos a fondo en el trabajo de la madera. El mismo hombre que, minutos antes, ha subido los cuatro pisos de la escalera de una casa de la calle de Valverde y se ha sentado delante de la máquina de escribir. El mismo hombre que, desde el balcón, tan cerca del cielo, enseña a la niña que yo era a imaginar figuras en las nubes en aquellos largos atardeceres de los veranos de la infancia.
Somos presente que refleja luces y sombras de pasado. Somos presente y la imaginación de futuro también se recrea en el tiempo que ya no es.
En la pared, en este amanecer extraño, resuenan ecos de infancia y, con su melodía dulce, regresan a infundirnos valor y llevarnos de la mano en momentos en que el desasosiego no deja que veamos el camino. A dejar con nosotros una brizna de esos sonidos, olores y colores que son eco de la seguridad de la infancia. A susurrarnos al oído que, detrás de la maleza, un camino amplio y soleado nos espera.
El sol se hace dueño de la habitación. El amanecer nos ha dejado, pero aún queda, suspendida en el tiempo, la música lejana y próxima del teclado de una máquina de escribir.
Para mi padre. Gracias, para siempre.
creo que entiendo, imagino que entiendo, ¿qué decirte? queda la buena, hermosa compañía de lo vivido. Un abrazo
Hay personas que han fallecido hace muchos años pero que están en nosotros y, sobre todo, su recuerdo se hace presente en las dificultades.
Muchas gracias, Silvia. Enfrentando una fractura de tobillo y su operación, volvió mi padre a mi y su figura grande se volvió a reflejar en un amanecer tras una noche sin dormir.
Un fuerte abrazo!
Gracias Pilar por ayudarme a empezar así la semana, con amores, sentimientos y recuerdos bonitos encaramándose sobre tanta guerra, desahucios y nacionalismos. Un abrazo.
Hay que contrarrestar estados de ánimo personales y colectivos. Pepe, muchas gracias y espero que la semana te haya traído sorpresas agradables. Un abrazo
Pilar, me emocionas cuando escribes.
Fabi, ¡qué te voy a decir! A mi me emociona tu comentario. Muchas gracias y un abrazo
Recuerdo la calle Valverde, recuerdo los cuatro pisos, recuerdo los muebles de madera del salón hechos por tu padre, recuerdo las palabras de tu madre cuando llegó a mi casa, donde estábamos haciendo los deberes, para comunicarte la triste noticia. Recuerdo a tu padre. Un abrazo.
Encar, qué alegría leerte!
Los recuerdos, tantos, de aquel tiempo en que el futuro era largo, muy largo y todo era una interrogación. Y el recuerdo de aquella tarde en que mi madre tuvo que darme la peor noticia de su vida.
Pero más allá de aquella tarde y aquellos meses de enfermedad y miedo, recuerdo aquellas tardes largas de juegos, deberes y risas contigo y tus hermanos. Momentos inolvidables. Un fuerte abrazo!
“El olvido es la única muerte que mata de verdad” (E. Galeano)
Yo, estoy de acuerdo con esa reflexión, y tu, con este bonito recuerdo, me lo confirmas, besos.
Enorme, Galeano, siempre. Muchas gracias, Claudia.
Recordemos.