Hay momentos que cambian la vida. Algunos de esos momentos no son propios, son instantes de vidas ajenas que pasan a instalarse en la nuestra a través de la literatura, el cine y todas las artes que hacen un poco más liviano el peso de la existencia.
Cuando el autor consigue que sufras, ames, rías y llores con el personaje, estás en sus manos. El mundo que ha construido pasa a formar parte de tu propio mundo en una extensión feliz y necesaria. En algunos momentos, mediante procesos de identificación, el personaje eres de alguna forma tú mismo. Consciente o inconscientemente sopesas y valoras lo que harías en su lugar en un momento determinado, anticipando posibilidades de futuro si sucede tal o cual cosa o actúa de una manera u otra. A veces, un personaje se mete tanto en tu piel que cuando acabas la novela, película u obra que protagoniza, el mundo parece un poco más pequeño. Sientes que ese mundo enriquecedor que has tenido oportunidad de visitar, de vivir durante unas horas, forma parte de ti. Sientes y sabes que has tenido vivencias que la rutina te niega.
El cine atrapa. La literatura atrapa. El arte atrapa si la obra adecuada llega en el momento preciso y abre las compuertas del enorme almacén del descubrimiento personal. A partir de ahí nos empuja a llenar ese almacén personal de frases, imágenes, colores, texturas, voces, de ventanas a la imaginación que conforman nuestra visión del mundo, nuestra vida.
Hoy, ordenando una estantería de casa, he topado con dos de esos libros que fueron compuerta al afán de lectura, al impulso irrefrenable de conocer épocas, autores, países… Aunque los ejemplares están físicamente en mi casa, podrían desaparecer porque están en mí, en lo que supuso en su momento su lectura y en las lecturas que provocaron a continuación.
Nadie lo sabe pero a los 13 años acompañé a Tom Sawyer en una vertiginosa aventura que recuerdo como el inicio de una gran voracidad lectora. Conocí el Mississippi gracias a Tom, pero también me empujó a trazar numerosos viajes al mundo en ochenta días a través de la literatura de aventuras.
Hacia los veinte años emprendí un viaje a lo largo de Estados Unidos, de punta a punta, con Sal y Dean, protagonistas de “En el camino”. No encontré por allí a Tom, pero él me había puesto “en el camino”. Así es que leyendo la obra de Kerouac, Tom parecía estar sentado a mi lado recordándome sus andanzas.
El camino es largo y corto a la vez. Necesitamos que Tom, Sal, Dean y tantos otros nos acompañen durante un trecho, nos guíen por las sendas más ocultas y nos lleven hacia otros personajes, emociones y paisajes que serán complemento y alimento de la vida y que nos guiarán hacia futuros cómplices. Sus vidas ficticias o tal vez más reales que algunas de las que tenemos alrededor, tejidas de palabras, imágenes y arte son faros, gigantescos faros en la gran oscuridad que, a veces, parece inundar el horizonte.
Buenas,
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