Azul. Todo es azul.
El móvil baila en el bolsillo del abrigo de Paloma al ritmo lento de sus pasos mientras traspasa la entrada de la terminal de aeropuerto. Pesa. El móvil pesa cada vez más. Cada gramo multiplica exponencialmente su peso e incluso la silueta de ella parece escorarse levemente hacia el lado del abrigo en el que guarda el teléfono, minúsculo.
Azul. Alrededor, todo azul.
Nunca sintió atracción por los hombres de ojos azules. En los rostros de sus parejas recuerda siempre ojos oscuros. Y sin embargo…
La fila para la facturación de maletas es larga. La vestimenta de todo el gentío situado ante Paloma parece teñirse de azul. El panel de salidas, al fondo, dibuja las letras de los numerosos destinos de un azul amoratado. Los carros portadores de maletas que van de acá para allá lucen un luminoso azul metalizado.
La mirada de Paloma explora los alrededores de la terminal, azul, mientras su mano derecha, en el interior del bolsillo del abrigo, no ceja en juguetear con el móvil y la izquierda empuja la maleta en los momentos en los que la cola avanza. A lo largo de los minutos de espera extrae varias veces el móvil de su abrigo. En alguna de las ocasiones llega a juguetear con los contactos de su agenda y a buscar un nombre: Román. Observa fijamente el móvil, de un azul mar cristalino, pero finalmente no efectúa ninguna llamada y el aparato siempre termina regresando al bolsillo de su abrigo. Allí sigue sumando gramos a su peso, ya enorme.
Azul. Los suelos de la terminal, los objetos de los escaparates, los luminosos que anuncian mil productos se tiñen de azul.
Tras facturar la maleta, Paloma camina sin rumbo por la terminal. Queda tiempo para el embarque en un vuelo que va a transportarla a miles de kilómetros. A su ciudad, que no es azul. A su trabajo y a su la realidad, más allá del azul.
Vuelve a sacar el móvil del bolsillo y, nerviosa, busca de nuevo el nombre de Román entre los contactos. La yema de su dedo pulgar está a punto de pulsar. No puede. No debe. La realidad no guarda relación con este azul, aunque ella mire alrededor y vea como en las paredes del edificio funcional que acoge la terminal parecen dibujarse olas que vuelan hacia ella y casi la empapan. Está al borde del azul. La rodea. Sin embargo no puede pulsar. No puede.
Avanza por las escaleras metálicas, de un azul grisáceo, hacia la puerta de embarque. Un niño de mirada azul claro, casi transparente, le saluda, mientras su madre le regaña y le pide que mire hacia delante porque está llegando el final de las escaleras.
Un segundo y todo cambia.
Hay instantes en que todo lo anterior se trastoca y ya no vale nada.
¿Por qué hoy todo es azul?
Dos personas. Una mesa. El azar y la búsqueda se confunden. Mucha gente en un restaurante que, sin embargo, parece estar vacío. Ellos dos, solos, componen un universo que gira y gira.
Román sentado frente a ella. Una comida de trabajo, nada importante. Y sin embargo…
Enseña su pasaporte y su tarjeta de embarque a una empleada de sonrisa azul. Y camina hacia el control de pasajeros, recorriendo pasillos en los que las cintas extensibles son de un azul intenso, casi marino.
Los ojos del empleado de control son de un azul verdoso. No se parecen a los de Román, inmensos, de un azul de mar en calma, con el agua rompiendo suavemente en la orilla.
Solo un par de días atrás y todo cambia. Una comida de trabajo. El azul y el negro de dos miradas que se exploran. Frente a frente. Los ojos, amigos y extraños, narran y preguntan más allá de las palabras.
Román apenas parpadea. Ella es incapaz de despegar su mirada de ese mar inmenso que le envuelve, le hace viajar sin moverse y, desde el azul, parece invitación y enigma.
Y ahora, muy poco tiempo después, Paloma se encuentra a dos pasos de acceder al control y entrar en la zona de embarque, de regresar de un viaje de trabajo que le ha llevado a miles de kilómetros, de dejar atrás el mundo azul de Román.
A Paloma le gustaría no saber que una llamada marca la diferencia. Que una llamada es el azul o el gris. Y sin embargo…
Vuelve a extraer, con esfuerzo, el móvil del bolsillo pero inmediatamente, con gesto serio, lo guarda una vez más para preparar el pasaporte y la tarjeta de embarque que han cobrado de golpe un color azul celeste.
Cada paso hacia el control cuesta más. Las piernas no quiere avanzar y el móvil es como una gran piedra colgada del bolsillo de su abrigo.
Román no está. Pero la mirada incondicionalmente azul de él, en la que no había reparado hasta el momento en que se sentaron dos días atrás frente a frente en el restaurante, está detenida en ella mientras atraviesa el control. Paloma apenas puede dar un paso aplastada por esa luz azul.
¿Casualidad? ¿Búsqueda?
El azar o la voluntad, quien sabe, les sentó enfrente a uno del otro. El azul de los ojos de Román, a la vez tranquilidad y zozobra, ahora se extiende por los asientos de espera, las cristaleras a través de las cuales se ve la pista despegue, los rostros de los que esperan salir hacia sus destinos.
Paloma atraviesa lentamente dos o tres hileras de asientos. Con la mirada baja, intentando no ver ese azul alrededor que le llama, no queriendo sentir el peso del móvil, se sienta próxima a una cristalera. El mundo azul queda atrás. Ha pasado el control. Es hora de apagar el aparato, de pasar página, de regresar.
Se levanta con esfuerzo y camina como una autómata hacia la cristalera con el móvil en la mano. Va a apagarlo, pero se distrae unos momentos viendo como un avión inmenso, azul suave como un cielo despejado de otoño, se eleva hacia un horizonte en el que cae la tarde y el azul se convierte en violeta.
El enorme avión azul se pierde en la lejanía.
La mano de Paloma vibra. El móvil vibra. Mira con temor hacia la pequeña pantalla que oscila y que, al cabo de unos instantes, refleja el nombre de Román y el azul de su mirada intensa, observándola sin siquiera parpadear.
Minutos después, de regreso a la terminal, todo parece ligero, el mundo se reviste de un alegre azul mar. La brisa mueve sus cabellos y un agua de suaves olas azules salpica a Paloma, que sonríe.
La vida, azul, espera afuera.
A los amores que quizás pudieron ser, a los que quisiéramos que hubiesen sido, a los que creímos que podrían ser y no fueron, a los que simplemente imaginamos. A todas esas historias de amor que incluso aunque no lleguen a suceder, nos hacen ser mejores y sentir más profundamente la vida.
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