El balcón sale a buscar el mar. Casi acaricia las olas, en un jugueteo constante con la arena.
La cortina se deja mecer por la brisa y por mi mirada que persigue sus devaneos con el horizonte, desdibujado, gris, y también azul y dorado.
Cae la tarde sobre la ciudad que es mar, que eres tú.
Me levanto del escritorio. Avanzo lentamente hacia las ondas suaves que dibuja la cortina, atravieso el umbral del balcón y el mar inunda la habitación, vienes a mí.
Tu melena casi azabache sigue el ritmo de las olas, leves, como su espuma, que tiene la fortuna de chocar con la rotundidad de tu figura y empapar cada poro de tu cuerpo mientras te afanas en nadar a ritmo acompasado hacia la orilla.
Aparece y desaparece tu rostro, hecho de sal y sonrisa.
Llegas a la orilla y, como una niña, dejas que tu cuerpo juguetee con el agua y con mi mirada que sientes clavada en este suave atardecer que contornea tu figura, hecha de luz, hecha de mar.
Tú, mar.
Tú, luz.
El mar deja paso al mar cuando entras en la habitación. La luz de atardecer se atenúa y deja que ilumines mi incertidumbre.
La estancia parece agrandarse mientras juntos, tú y yo, mar y luz, somos ajenos al viento que sigue jugando con la cortina.