La mesa, pequeña y redonda, se sitúa al lado de una terraza que se asoma a una calle estrecha de edificios parejos.
Un rayo de sol atraviesa el cristal y enfoca el fondo de la sala, iluminando una silla situada en un extremo. Sentada en ella, una mujer llora y llora inclinada sobre su cuerpo hasta que, de repente, levanta la cabeza, se estira, retira un mechón de pelo que cae sobre su frente y roza levemente con su mano el moratón que recorre su mejilla derecha. Al hacerlo, su rostro se pinta de sangre.
La mujer vuelve a mirar al suelo. El granito está teñido de color rojo, vivo y brillante por el sol. La mancha se extiende a lo largo de varias baldosas y llega hasta el torso de un hombre que, tumbado, con el cuerpo retorcido, los ojos en blanco y la boca extrañamente abierta, llena una buena parte del espacio de la sala.
La mujer se levanta con cierta dificultad, camina hacia la mesa, levanta en el aire la sopera y sujetándola con las dos manos, camina en dirección a la puerta de la cocina. A paso lento, parece dirigirse hacia la nevera.
Al atravesar la habitación tropieza con el mango de un cuchillo de cocina de tamaño mediano.
El sol y la sangre quedan solos, acompañándose, en el salón familiar.