El aire fresco de la mañana acompaña mis pasos, ligeros, atravesando el centro de Madrid.
Casi todos los días, en invierno y en verano, cruzo el barrio madrileño de Malasaña de camino a mi trabajo. Me gusta caminar y pensar mientras camino. Parece que, andando, soy capaz de ordenar mejor ideas, planificar y tomar decisiones. Y es lo que intento hacer en este trayecto. Despejarme. Organizarme. A veces lo consigo, otras veces mi pensamiento se marcha detrás de posibles historias de personas encontradas en ese camino o de situaciones vividas en ese barrio, que es el mío, el de la infancia, el de siempre.
Nací y crecí en Malasaña y me parece pertenecer a muchos rincones de ese barrio, incluso a aquellos que se han reinventado con el paso del tiempo. Había un pequeño hospital en la calle de la Estrella, desaparecido ya hace años, allí, un día caluroso de agosto, empecé a conocer este barrio. Durante años mi familia vivió en la calle de Valverde, casi esquina con Colón. Desde el balcón de la casa de mis padres se veía el edificio de la Telefónica a un lado y, a otro, los tejados del barrio y parte de la iglesia de San Ildefonso. El cielo parecía estar muy cerca de aquella casa, que dejamos cuando yo estaba en el último año del instituto, para trasladarnos muy cerca de la glorieta de Bilbao.
Siempre el barrio.
Quizás vivimos toda una vida para, al final, retornar a los territorios de la infancia. Yo siento que nunca me he ido. Recorro nuevas tierras con la ilusión y la curiosidad del viajero, pero he sentido siempre la pertenencia a esta pequeña zona de Madrid, a la que mis pasos no tardan en regresar inmediatamente después de conocer otros lugares.
Me gusta cambiar esa ruta de las mañanas y realizar el trayecto por calles y rincones distintos cada día. Sin embargo, hay un itinerario que es el más habitual: atraviesa la plaza del Dos de Mayo, la calle del Espíritu Santo y la plaza de San Ildefonso. Son tres lugares que asocio a distintas etapas. La primera a las salidas de la primera juventud. Bares y noche. La calle del Espíritu Santo es el lugar que inspiró el relato “La calle de la vida”, que da nombre a este blog. La familia y los amores han caminado por esta calle. Recuerdo la compra de los sábados por la mañana, un bar, miradas y nervios. La plaza de San Ildefonso es la infancia. Allí jugábamos los niños y niñas del barrio. Subíamos y bajábamos por la merienda, por las cuerdas para jugar a la comba, por cualquier cosa. Éramos pura acción. También en una casa de esa plaza va a vivir lo mejor y lo peor de su vida la protagonista de una novela que escribo, “Detente, olvido”.
Malasaña es un barrio que encierra muchos barrios, vidas muy diversas. El ritmo de sus aceras cambia a lo largo del día. Por la mañana es un pequeño pueblo instalado en el centro de Madrid que parece habitado por gente mayor. Por la noche es juventud, encuentro y algarabía. Y cabe todo: lo antiguo convive con la vanguardia; los comercios chinos, con los tradicionales; los sonidos de la ciudad, con las campanas de la iglesia; todo se funde y enriquece en un ambiente variopinto.
Mañana, una vez más, recorreré Malasaña, mi barrio, antes de las nueve de la mañana. Intentaré planificar el día mientras voy andando pero, como ocurre casi siempre, mi imaginación se dejará llevar por las historias que se crucen en el camino.
muy bonito Pilar, a mi tambien me gusta el barrio
No conozco el barrio, pero sí la sensación que describes.
Saludos.
Leyendo tu relato siento no haber nacido en Malasaña 😉 Creo, desgraciadamente, que el barrio de mi infancia es mejor recorrerlo solo con la imaginación.