Una vez, parece que ha pasado mucho tiempo, pero no ha sido tanto, conocí a una mujer sonriente y menuda que ha inspirado este relato.
Recuerdo cruzarme con ella en los pasillos de la residencia donde estuvo ingresada mi madre. Cuando cuidas de un enfermo de Alzheimer, conoces historias fascinantes. Y después de vivir circunstancias en las que alguien a quien quieres pierde la memoria de su propia vida y no conoce a su familia, todo cambia. Nada puede ser tan duro. Pocas cuestiones son realmente importantes. Eres fuerte. Sonríes. Como Mercedes, la protagonista de este cuento, que pronto se publicará en el libro «Amores mínimos». Os dejo con el cuento.
EL VIAJE DE MERCEDES
Los zapatos de Mercedes, de medio tacón, se empinan con esfuerzo al subir los escalones del autobús.
Una vez por semana Mercedes recorre media provincia para ir a visitar a Tomás. Ese día se levanta muy temprano e, impaciente, acude al primer turno de desayuno del comedor de la residencia. Después casi parece volar cuando, con pasitos cortos y ligeros, regresa a su habitación para lavarse los dientes y peinar cuidadosamente sus rizos blancos. Coqueta, tras darse una vuelta frente al espejo, agarra el bolso y sale presurosa para no perder el autobús que, puntual, se detiene a las 9.45 en la parada, situada a escasos metros del edificio de la residencia.
De un tiempo a esta parte, las piernas de Mercedes no parecen responder como antes. Le cuesta doblar las rodillas y hoy, nada más sentarse en el autobús, ha sentido el latigazo de un calambre ascendiendo de forma intermitente por su pierna derecha. Es la edad -piensa- mientras sus ojos grises parecen lamentar el paso del tiempo detrás de los cristales gruesos de las gafas, a la vez que observan, sin prestar gran atención, las obras que inundan la ciudad.
Al llegar a una plaza bastante alejada de la residencia, Mercedes tiene que descender del autobús para tomar un tren. Al entrar en la estación, observa con dificultad el panel de salidas. No puede distinguir bien las letras, luminosas, y acaba pidiendo ayuda a una chica joven que, después de leer la información, le indica la vía de la derecha.
¡Hay que ver! ¡Ya podían los sobrinos de Tomás haber buscado una residencia más cercana! Así podría visitarle más a menudo. Sería estupendo. Aunque y podían haber dejado las cosas como estaban. Sin duda, lo mejor para Tomás era seguir donde estaba, en su residencia anterior, donde aún permanece Mercedes. Si le hubiesen dejado allí, todo iría sobre ruedas. Ella podría estar con él todos los días, mañana y tarde; ver continuamente a Tomás, acompañarle, ayudarle. Sería la situación ideal. Aunque, todo hay que decirlo, en los últimos tiempos las auxiliares de la residencia cada vez le dejaban pasar menos tiempo con él. Hay que reconocerlo. Unas arpías, es lo que eran esas chicas. En los últimos meses se habían dedicado a hacerles la vida imposible.
El gesto de Mercedes, habitualmente dulce y apacible, parece endurecerse al compás de estos pensamientos. Esas auxiliares no lo entendían, a ella le importaba Tomás sobre todas las cosas, velaba por su salud, por eso intentaba que caminase y se mantuviese activo, se preocupaba por sus comidas y también le llevaba a su habitación para que oyese canciones de Estrellita Castro y de otros cantantes de su época, porque ¡cómo le gustaba a Tomás oír a Estrellita Castro! Tenían derecho a entretenerse y pasarlo bien, pero con aquellas brujas vigilando no había manera. A duras penas permitían que estuviera con él siquiera en la sala de estar. Increíble.
Hay que reconocer que las últimas semanas que había pasado Tomás en la anterior residencia habían sido tremendas. Todo había empeorado a raíz de un incidente absurdo al que todo el mundo había concedido una importancia que no tenía. Aquello no era de recibo. Todo sucedió por culpa de las auxiliares de la residencia. Dejaban a Tomás sentado en el salón todo el día. ¡Qué barbaridad! Pero, ¡cómo va a ser bueno estar todo el día parado sin moverse! Si lo que le convenía era hacer justamente lo contrario: andar, desentumecerse, moverse.
Todo se desencadenó a partir de un día que estaban en el salón. Aprovechando que no había auxiliares a la vista, Mercedes cogió a Tomás del brazo y, como pudo, le ayudó a levantarse. No habían avanzado ni cuatro pasos cuando la zapatilla de Tomás se enganchó en la pata de una mesa y tropezó, con tan mala suerte que dio varios trompicones hasta caerse y, claro, Mercedes detrás de él. Aquello fue un incidente sin importancia, una tontería. Pero si no les había pasado nada, hasta había resultado gracioso. Aquellas auxiliares carecían de sentido del humor, entre otras cosas. A partir de este suceso, cada vez que a Mercedes se le ocurría aparecer en la planta de Tomás, siempre se encontraba a una de ellas pisándole los talones. Aquello era insoportable, un agobio. Necesitaban
A partir de este suceso, cada vez que a Mercedes se le ocurría aparecer en la planta de Tomás, siempre se encontraba a una de ellas pisándole los talones. Aquello era insoportable, un agobio. Necesitaban estar solos, ¡cómo iban Tomás y ella a contarse sus cosas con alguien delante!
Total, al final aquello se había complicado tanto que a Mercedes únicamente le quedó una opción: la noche. Cada día, después de la cena, se ponía el camisón, se metía en la cama y, cuando la auxiliar de su planta hacía la ronda para comprobar que los residentes estaban acostados y dar las buenas noches, Mercedes fingía estar dormida. Luego, esperaba un buen rato en la habitación hasta que la residencia se quedaba completamente en silencio. Entonces, se levantaba, abría con sigilo la puerta de la habitación, atravesaba el pasillo y bajaba los cuatro tramos de escalera que le separaban de la planta donde dormía Tomás. Una vez allí, miraba a derecha e izquierda y, cuando estaba segura de que no había auxiliar a la vista, recorría sigilosamente el pasillo hasta entrar en la habitación de Tomás. Tenía que procurar no asustarle, porque claro, él ya estaba en la cama, a veces incluso dormido. Mercedes avanzaba muy despacio hasta sentarse con cuidado en un ladito de la cama, entonces cogía de la mano a Tomás y le contaba, en un susurro, lo que había hecho aquel día, le hablaba de esto y de aquello. Sólo se quedaba unos minutos, para no tentar a la suerte. Al despedirse, siempre le recordaba que tenían que cuidarse mutuamente, porque en realidad los dos estaban solos y ella ni siquiera tenía sobrinos, como él. Luego le soltaba la mano y le daba un beso de buenas noches en la frente. A veces él protestaba un poco. Tomás es un poco gruñón, qué le vamos a hacer, pero por lo demás, ¡qué gran persona!
Una noche la suerte les dio de lado. Justo en el momento en que salía de la habitación de Tomás, Mercedes chocó de bruces con una de las auxiliares. ¡Qué desagradable fue aquella chica! Se puso como una fiera. Ni que fuera un crimen visitar a un amigo. A partir de ahí todo fue de mal en peor. En la residencia se oían rumores de todo tipo sobre Mercedes y Tomás. Pero, ¿por qué se tiene que meter la gente en la vida de nadie?
Pero aquel incidente tuvo sus consecuencias. Basta con ver cómo ha terminado todo, ¡separados por una barbaridad de kilómetros! Un desastre.
El cristal del vagón refleja la nostalgia del rostro de Mercedes que, mira pasar los paisajes sin verlos.
El tren se detiene. Cuando lleva unos instantes parado, observa la estación y se da cuenta de que ha llegado a su destino. Se levanta y casi vuela hacia la puerta.
Un joven ayuda a Mercedes a bajar los escalones del tren de cercanías después de que uno de sus zapatos quede atrapado en el bordillo del primer escalón y Mercedes esté a punto de caer al andén. Ella le da las gracias y sonríe como gesto de amabilidad pero, sobre todo, porque en este momento es feliz. Va a disfrutar de las mejores horas de la semana, las más esperadas. Desde la estación, en solo cinco minutos andando, se llega a la residencia donde se aloja Tomás. Ya no falta nada para el encuentro.
Justo delante de la verja de entrada, Mercedes se estira la chaqueta, la falda y se retoca el pelo con bastante maña. Solo después de comprobar con detalle que está presentable, llama al timbre.
Nada más entrar pregunta por Tomás a una de las auxiliares, que señala hacia al jardín e indica un árbol del lado izquierdo. Una enorme sonrisa cubre el rostro de Mercedes. Efectivamente, allí está Tomás. Por fin.
Bajo aquel árbol se distingue, desde la distancia, a un hombre de bastante edad.
Mercedes, emocionada, atraviesa el jardín para acercarse a Tomás. Sus zapatos avanzan dando saltitos y llenándose de polvo a medida que atraviesa la gravilla del jardín.
El hombre hacia el que camina está sentado en una silla de ruedas.
Cuando falta aún un tramo, Mercedes se dirige a él con tono alegre: ¡Tomás! ¡Aquí estoy otra vez, Tomás!
La mirada del hombre se pierde en la distancia.
Cuando llega a su lado, Mercedes, con una sonrisa enorme que también se refleja en el color de sus ojos, ahora verdosos y extremadamente abiertos, abraza con ternura a Tomás y le da un beso sonoro en la frente.
El hombre sigue abstraído, con la mirada detenida en algún objeto lejano del jardín.
Mercedes, tomando la mano de Tomás, le dice que está muy favorecido con esa camisa azul que lleva. Ya verá, tiene un montón de cosas que contarle, han pasado un montón de anécdotas durante estos días en la residencia, no se lo va a creer. Las auxiliares cada día tienen peores pulgas.
Pero, antes de nada, Tomás debe estar cansado de estar sentado en ese lado del jardín. Si le parece pueden pasear un rato, así cambian de panorama y mientras, van charlando.
El hombre sentado en la silla de ruedas no responde, continúa mirando al vacío.
Mercedes, dispuesta, se cruza ágilmente el bolso en bandolera y, situándose detrás de Tomás, empuja con
suavidad la silla a la vez que empieza el relato de las peripecias de los últimos días.
Los zapatos de Mercedes se alejan despacio por el jardín, deslizándose con suavidad sobre la hierba y siguiendo, paso a paso, el giro de las ruedas de la silla de Tomás.
Gracias, Pilar por este sensible relato. Gracias por tu mirada comprensiva y cariñosa.
Abrazos desde México.
Mándame la siguiente parte.
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Muchas gracias, Araceli!!! Este verano he echado de menos México.
Un fuerte Abrazo desde Madrid