El espejo del baño tiene suerte. Te mira cada mañana, cada noche.
Has dejado el abrigo tirado sobre la cama y te has quedado de pie, al lado de la ventana, mirándome. Esperas. Me esperas. Despacio, me quito la chaqueta y camino hacia ti.
Al fondo, la puerta del baño entreabierta me deja ver tu sonrisa a través del espejo. Como esta tarde. Mientras me vestía, la puerta me ha permitido observar tu figura esbelta, moviéndose en el baño. Desde este mismo lugar del dormitorio he podido contemplar como este sencillo vestido negro de fiesta, del que ahora desabrocho la cremallera, subía por tus piernas, como la tela avanzaba hasta quedar perfectamente encajada en las curvas de tu cuerpo, que ahora recorro con mis manos. Ya vestida, elegante, airosa, te has lavado cuidadosamente la cara. Tu rostro hecho agua y jabón lucía una piel luminosa que se resiste a envejecer. La niña que eras se ha secado con fruición y ha comenzado, pícara, a manejar cremas, maquillajes y pinturas, probando colores y texturas.
Tu vientre marca una pequeña curva que me conmueve. Me detengo ahí, mientras tus brazos rodean mi cuello y tus ojos me retan. Besas el lóbulo de mi oreja y recuerdo, antes de salir, tu última mirada al espejo, el último examen. Desde la habitación he contemplado a una mujer adulta/niña/joven mirando la vida de frente y hubiese seguido observándote de no haber abandonado tú el espejo para recordarme la hora, la gala, el camino de media hora en coche.
Jugando, riendo, tiras de mí hacia la cama y nos dejamos caer encima de los abrigos. De golpe, el tiempo gira hacia atrás, viaja a aquellos días en los que nos conocimos y nuestros cuerpos se aprendieron. El ayer y el hoy se funden y vuelve a mí tu perfil entrando en el edificio donde se celebraba la gala, hace unas horas, moviendo tu cuerpo ágil sobre la alfombra roja. Percibiendo las miradas de muchos sobre ti. El caminar sonriente. La sencillez convertida en elegancia. Tú.
Desabrochándote el vestido te recuerdo bajando con parsimonia la escalinata mientras me siento volar a tu lado, sabiéndome afortunado al agarrar tu mano que me guía hacia un asiento lejano. Sonriendo por sentirte ahí, a escasos centímetros, iluminando una sala donde caben más de dos mil personas. Sabiendo bien que la vida sería otra cosa sin ti al lado, que esa fiesta, ese escenario, esos focos, no brillarían del mismo modo.
Desnudos sobre la cama, en la oscuridad, nos miramos y en esa mirada se encierra el mundo.
Unos metros más allá el espejo nos observa. Mañana volverá a ver cómo te lavas, cómo tu rostro despierta y yo seré testigo de esa relación que mantenéis en silencio y, un día más, seré mejor viéndote cruzar las puertas de mi vida.