lacalledelavida

Cine y escritura

La princesa paseaba todos los días por los jardines de palacio. Siempre llegaba hasta el punto más lejano del recinto, donde había un estanque que su madre, la reina, consideraba mágico. Desde que tenía uso de razón, le contaba que un día vería reflejado el rostro de su futuro marido, el príncipe, en sus aguas cristalinas. Así había ocurrido, generación tras generación, a todas las mujeres de la larga dinastía reinante.

La princesa salía cada mañana acompañada de una de sus damas de compañía, Blanca, que era testigo del cambio que sucedía en ella entre el entusiasmo de la incertidumbre del camino de ida al estanque y la certeza de la decepción, durante el regreso. Siempre situada a una cierta distancia de la princesa, escuchaba, observaba y callaba.

Aquella mañana la princesa, una vez más, se acercó lentamente al estanque y, con una cierta cautela, observó su silueta reflejada en el agua. El rojo de su traje hacía resaltar la blancura de su tez. El agua le devolvía una imagen ciertamente hermosa. Ella pensaba y pensaba. Por su cabeza pasaban todos y cada uno de los príncipes de otros países a los que había conocido y cada pensamiento suyo se veía reflejado en el agua siempre de la misma manera: con la figura de un hermoso sapo saltarín. Su cara iba cambiando a medida que el sapo aparecía una y otra vez, con el recuerdo de cada hombre. Aquello era un desastre que rompía con todas las tradiciones familiares. El estanque parecía decirlo: nunca se casaría y el reino se iría al traste.

Casi cuando iba a darse por vencida y a emprender el camino de regreso, volvió a mirarse en el estanque. En aquel agua clara pareció empezar a dibujarse una figura al lado de la princesa. Era una silueta familiar. Primero apareció el rostro, que se fue esculpiendo rasgo a rasgo, a continuación el torso, unas manos cuidadas y delicadas y, finalmente, trazo a trazo, el cuerpo entero. La princesa no podía creer lo que veía. Observaba el agua y, a continuación, miraba hacia atrás, al lugar donde estaba Blanca. No había duda alguna. Era ella. La figura de Blanca se reproducía en esas aguas mágicas. Era la persona elegida, el estanque había dado por fin su veredicto.

La sorpresa inicial devino en una observación minuciosa por parte de la princesa durante unos instantes. Examinó la perfección de los rasgos de Blanca, la figura delgada y fuerte a la vez, la viveza de su mirada, llena de curiosidad. En unos momentos descubrió lo que no había sido capaz de advertir en años de trato diario. Y sintió, de golpe, lo que nunca había sentido por nadie.

Hubo momentos de dificultad pero, al final, las campanas del reino tocaron a boda. Venciendo la sorpresa inicial, reyes y súbditos celebraron la felicidad de la princesa y disfrutaron de aquel enlace que tanto se había hecho esperar.

Y todos fueron felices, sobre todo, la princesa y Blanca.

A aquellos cuentos infantiles que marcaron a algunas generaciones.

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