Un paraguas rojo, extendido bajo la lluvia, aparece por un callejón y avanza a través de la plaza central de Clermont-Ferrand, desierta en la madrugada de febrero.
La lluvia cae suavemente y oscurece el color cambiante de las grandes farolas situadas en uno de los lados de la plaza. El edificio de la Ópera, muy iluminado, resplandece en la soledad de la noche.
El profesor sujeta con energía el paraguas. Con paso lento, va sorteando los charcos. Hace unas horas, cumpliendo con sus obligaciones como invitado del festival de cine que se celebra en la ciudad, ha impartido una conferencia sobre las nuevas miradas en el cortometraje europeo ante una audiencia joven y aparentemente interesada en el tema. Después, concluida la charla, se ha dejado conducir a una cena con representantes internacionales del mundo del cine que se ha prolongado con conversaciones y debates.
La silueta del profesor deja atrás la desolación nocturna de la plaza y se adentra en las calles del centro de la ciudad. Enfundada en un abrigo negro, parece una sombra bajo el resplandor del tono rojo brillante del paraguas.
El hotel donde reside se encuentra cerca, a cuatro manzanas de la plaza. En el camino, al cruzar una calle, el único coche que parece atravesar la ciudad, pasa a su lado y le salpica. Mientras limpia como puede el abrigo, el profesor observa el gran charco que ha cruzado el auto. Su mirada se detiene en su propio reflejo distorsionado en el agua.
Hace ya mucho tiempo, demasiado. Corrían vientos de juventud y arrebato. La conoció en una fiesta. Era rubia, extremadamente inteligente, de apariencia frágil, muy frágil. Estudiaba en Madrid, pero era francesa. Su familia vivía en Clermont-Ferrand. Estuvieron juntos durante más de un año. Él era joven, bien parecido, impulsivo. Aún no era profesor. Soñaba con dirigir cine mientras trabajaba de ayudante de realización en la televisión. La relación iba bien, o eso pensaba él, hasta que un día de lluvia intensa, que no parecía querer parar nunca, Virginie apareció llorosa en la casa que compartían. Gerard, su primer novio de la adolescencia, había viajado hasta Madrid a buscarla. Increíblemente todo concluyó en un par de días. Virginie se marchó con Gerard y al cabo de unos meses envió una breve carta en la que le anunciaba que se casaba con su antiguo amor. Nunca más tuvo noticias de ella. Hace más de treinta años de todo esto. Demasiado tiempo.
El profesor abandona el reflejo de su silueta en el charco y sigue camino hacia el hotel, donde va a permanecer tres noches antes de su regreso a Madrid. Dedicará el tiempo que le resta a cumplir con algunas reuniones, asistir a las sesiones del festival y a pasear por la ciudad.
Durante los días siguientes, en sus paseos entre sesión y sesión de cine, va a detenerse y a memorizar los detalles de cada esquina, de cada escaparate, de las personas con las que se cruza. No camina solo, en sus recorridos le acompañan los personajes del guión que está escribiendo y que está a punto de entregar. Atraviesan con él la ciudad y le susurran al oído comentarios de cada rincón.
Transita las calles con un recuerdo fresco y renovado de Virginie. Cada vez que se cruza con una mujer de más de 50 años, el profesor examina detenidamente su rostro en busca de las facciones, la risa, la mirada traviesa de Virginie. ¿Seguirá viviendo en Clermont-Ferrand?, ¿habrá sobrevivido a tantos años su matrimonio con Gerald?, ¿cómo será ella ahora, ya perdido el rostro de la juventud?
El último día de su estancia en la ciudad, llueve a cántaros. A pesar del mal tiempo, decide abandonar durante un rato las proyecciones del festival e ir en busca de un regalo para su mujer y para su hija.
El paraguas rojo del profesor, empapado y solitario, avanza por las calles empinadas del centro. Llueve sin parar. En un callejón estrecho que conduce a la catedral, oscurecido por la tormenta, encuentra una pequeña joyería. El escaparate, adornado con flores secas entre las que los pendientes, pulseras y brazaletes parecen crecer como plantas salvajes, llama su atención. Se detiene buscando posibles regalos en aquel bosque extraño y atrayente. Distingue unos pendientes de aro plateados con adornos que le sentarían bien a su hija. Y un poco más allá un collar de fantasía que encaja perfectamente con el gusto de su mujer.
Al entrar en la tienda el profesor deposita su paraguas rojo, chorreante, al lado de la puerta.
El interior del establecimiento también es reducido, pero cada objeto parece estar diseñado a propósito para su escaso espacio. El buen gusto continúa apreciándose también en la música ambiental. Billie Holliday parece susurrar sus canciones a las piezas, bellas y sencillas, depositadas en las vitrinas de la tienda.
Una chica rubia, joven y sonriente, vestida de forma muy moderna, pregunta al profesor si le puede ayudar. Él, en un correcto francés, le indica que le gustaría ver algunas piezas del escaparate.
En el momento en que la dependienta deposita en las manos del profesor los pendientes y el collar que ha señalado, suena el batir de la puerta de la tienda. El profesor permanece ajeno, no separa la mirada de los objetos valorando su posible compra. Mientras, la dependienta saluda con familiaridad a la mujer madura que ha entrado, e instantes después se pone el abrigo y se marcha.
La segunda vez que suena el cierre de la puerta, el profesor levanta la mirada y se sorprende al toparse frente a frente con unos ojos de un tono verde grisáceo que parecen observarle con detenimiento.
– Disculpe, le estaba atendiendo mi hija, pero tenía que irse. ¿Le puedo ayudar? ¿Quiere usted ver alguna otra pieza?
El profesor no puede apartar la mirada de la mujer, elegante con un sencillo vestido negro.
– Gracias. Su hija ha sido muy amable. Precisamente tengo una hija más o menos de la edad de la suya y no sé si estos pendientes le podrían gustar. Probablemente me pueda aconsejar.
El profesor, como un entomólogo, observa a través de sus gafas cada detalle del rostro de la mujer. Las arrugas no restan belleza a las facciones, delicadas.
– Sin duda es una buena elección. Es un diseño muy moderno. A mi hija le gustan mucho estos pendientes. Seguro que a la suya también le encantarán.
El pelo de la mujer, corto, cuidado, con grandes ondas rubias meticulosamente peinadas, atrapa la atención del profesor.
– Entonces, decidido, me llevo los pendientes. Ahora, le agradecería que me ayudase con el collar… Es para mi mujer.
Al susurrar en voz baja y pausada la última frase las miradas del profesor y de la mujer se observan y mantienen el contacto.
– Si quiere le puedo mostrar el efecto del collar sobre mi vestido.
Cuidadosamente, las manos delgadas de la mujer rubia, se alzan a la altura del cuello y ajustan el broche del collar, que luce soberbio sobre el vestido negro. El profesor aprovecha el momento de ocupación de la mujer para examinar cada rasgo, cada arruga, cada centímetro de su piel. Recuerda el tacto de la piel, el aroma fresco del pelo, la suavidad de su abrazo. Virginie…
El diseño moderno del collar subraya la elegancia de la mujer.
– Es una pieza de diseño muy original. Se puede combinar con todo tipo de prendas porque es sobria, de líneas austeras.
El profesor la mira profundamente. Por sus pupilas pasan los recuerdos de aquellas tardes en los bares de Moncloa, las sesiones dobles en los cines Griffith, aquel verano de felicidad en el mar de Asturias. Y el pelo de Virginie flotando cerca de la orilla, casi dominado por el viento. Tarda en regresar de ese pasado que hoy, perdido en la pequeña joyería de Clermont-Ferrand, le parece más brillante que nunca.
– Queda muy bien sobre su vestido. Me pregunto si a mi mujer le gustará.
Ahora es la mujer quien observa interrogante al profesor.
– Perdone una pregunta, ¿llevan mucho tiempo casados?
Un cierto brillo gris asoma a la mirada del profesor.
– Veinticinco años.
– Es mucho tiempo. Debe usted conocer muy bien los gustos de su mujer.
– El tiempo es siempre relativo. Uno no termina de conocer nunca a las personas, ¿no cree?
El profesor realiza una pausa. El silencio hiere las pupilas del profesor y de la mujer, que continúan examinándose.
– A veces las personas te sorprenden, de un día para otro, cambian y actúan de forma imprevisible.
La mirada del profesor se ha transformado. Ahora atraviesa a la mujer con un tono de desafío.
– Tiene razón. Nunca se acaba de conocer bien a nadie, ni siquiera a uno mismo. Hay muchas maneras de enfrentarse a la realidad o de no enfrentarla.
La mujer respira profundamente y realiza una pausa antes de continuar.
– Hay quien no puede soportar hacer daño a alguien y toma una decisión precipitada, sin llegar a percibirlo así hasta pasado bastante tiempo. En ese momento no entiende que esa decisión va a marcar su vida y la de otras personas.
El profesor sigue mirándola con intensidad. El desafío ha cesado y ha sido sustituido por un atisbo de ternura. Tarda en decir algo.
– Uno siempre puede girar el rumbo cuando se da cuenta de que se ha equivocado.
La mujer sacude la cabeza levemente y responde con una cadencia pausada, pensando cada una de sus palabras.
– No, siempre no. Cuando uno tarda en encontrar el camino se anula la posibilidad de volver atrás. Hay un tiempo exacto para cada cosa y, cuando pasa, no hay una nueva oportunidad, surgirán otras, pero no la anterior. No se puede transformar el pasado. En la madurez eso se entiende muy bien.
Ahora es ella quien, con un brillo marcado en los ojos, busca la mirada del profesor, que se mantiene ensimismada y fija en el rostro de la mujer mientras medita y articula su respuesta.
– Para ciertas cosas no cuenta el tiempo, existe la voluntad: querer ser feliz, intentar rescatar lo mejor de lo vivido. Tiene razón el pasado no vuelve, pero hay que saber recuperar de él los elementos que merezcan la pena y vivirlos en el presente, de otra forma.
Las manos de la mujer juegan con los adornos del collar.
– Me parece que nuestras visiones de este tema son muy distintas. Creo que lo único que tenemos es el presente y la entrada del pasado en el presente solo puede dañar lo que tenemos. Pero, perdone, nos estamos olvidando del collar, ¿le gusta cómo queda?
– El efecto del collar sobre su vestido es espléndido.
– A su mujer le quedará perfecto.
– Es difícil que le siente mejor que a usted … Virginie …
La mujer levanta la mirada, nerviosa, y se cruza con el gesto serio del profesor.
– ¿Perdone?
– Virginie…
La mujer, de forma precipitada, se desabrocha el collar y lo introduce en su caja mientras habla, nerviosa.
– No olvide nunca lo que le he dicho: el pasado no vuelve nunca, aunque nos pese. Aunque sea lo que más podamos desear, aunque sepamos que cometimos un error. Solo existe el presente, en el que tenemos que vivir con esos errores, soportarlos y soportarnos.
La mirada de la mujer es energía en estado puro mientras dice esas palabras.
– No hay vuelta atrás, nunca es posible.. Pero perdone, ¿va a llevarse usted el collar? Lo siento, es tarde, tengo que cerrar la tienda.
El profesor se ha quedado paralizado, únicamente es capaz de mirar a la mujer, de retener en la retina cada gesto, cada movimiento.
– Si, voy a comprarlo. Me gustaría…
– Por favor, no diga nada. Jugamos las cartas de la vida. La partida está avanzada, hay que seguir luchando con la mano que tenemos. La memoria siempre es el pasado engrandecido por el espejo deformado de nuestros deseos. No hay que engañarse.
El profesor, mientras ella habla, busca su cartera y extrae su tarjeta de crédito. También una fotografía. Al pasarle a la mujer la tarjeta, los dedos de ambos se rozan levemente.
– Perdone, no he querido molestarla. Me gustaría …
– No, por favor, no diga nada.
No dejan de mirarse mientras ella pasa la tarjeta por la máquina. Y en esas miradas se traza un relato de treinta años, lo nunca expresado con palabras, lo que nunca se va a revelar.
El profesor firma el recibo de la tarjeta, toma las cajas envueltas con los regalos y, antes de irse, en silencio, deposita sobre el mostrador, bocabajo, la fotografía. Después, sin dejar de mirar a la mujer, camina dando pasos hacia atrás hasta llegar a la puerta.
Cuando el profesor atraviesa la puerta de la tienda y se pierde en la oscuridad de la lluvia y el callejón, la mujer, temblando, da la vuelta a la fotografía depositada sobre el mostrador. Una playa y una pareja. El profesor y Virginie. Sonrientes, jóvenes, felices.
Una lágrima atraviesa el rostro de la mujer. Desciende lentamente por la mejilla hasta llegar a la comisura de la boca.
Manteniendo la foto en su mano, temblorosa, la mujer vuelve a mirar hacia la puerta. Observa la soledad del callejón a través de los cristales del escaparate hasta que, de repente, su mirada percibe el reflejo rojo del paraguas. Allí, al lado de la puerta, irguiéndose ante la borrasca de la tarde.
La mujer, con los ojos oscurecidos por la emoción, se percata del olvido. Deprisa, sale a la calle con el paraguas en la mano. Quiere devolverlo. Quiere decirle… Mira a ambos lados de la calle. No hay rastro del profesor.
La lluvia cae a borbotones sobre el cabello perfectamente peinado de la mujer rubia que permanece quieta, balanceando el paraguas en su mano.
En adelante, el paraguas rojo del profesor, atravesará la plaza del centro de Clermont-Ferrand cada vez que llueva. Será el refugio de una mujer madura, rubia, bella, que nunca dejará de utilizarlo.
Me he sorprendido leyéndolo como si de algo real se tratase, alejado del conocimiento de ficción que nos suele «separar» del texto.
Bonita historia, y muy interesantes las reacciones descritas.
Saludos.
Muy emotivo. Preciosa historia, Pilar.
El pasado nunca es suficiente. Hay una oración que me ha impactado, porque es muy cierta: «La memoria siempre es el pasado engrandecido por el espejo deformado de nuestros deseos». Los deseos insatisfechos deforman la realidad, y la vuelven deseable. Tendemos a recordar, y a soportar, lo que nos interesa. Todo se cuenta «de aquella manera»… O, en analogía con John Ford, «cuando los hechos se convierten en leyenda, no es preciso imprimirlos» (puesto que siempre se prefiere la mentira, la leyenda, la ucronía).
Qué duda cabe que este profesor sueña «en rojo», y por eso lleva, como un aviso, un paraguas de ese color. Un individuo que parece decir que no es feliz, a pesar de su mujer e hija. Por su parte, la dueña del secreto no quiere mirar atrás con música. La visita del rencor, empero, no la deja indiferente. El olvido del rojo en el paraguas es la intercesión del espejo. El pasado está AHÍ. Obsérvalo. Pesa. Demora. Angustia. Arrebata… El presente acobarda; es un pegote en el vestido. No puedes decir ‘no’; mejor todavía… ‘Nunca digas nunca jamás’.
El profesor… La dueña del secreto… Una historia sin final alternativo. De hecho, una historia sin fin.
Muchas gracias, Antonio, por tu comentario que cuenta con más valor literario que el propio cuento.
El rojo es color de pasión, en este caso, en la atonía del profesor, su paraguas rojo rompe con un atuendo clásico y una forma de estar, conformada por años de no querer bucear en un pasado que hiere. Lo que pasó, lo que podría haber pasado, la memoria engrandeciendo el pasado…
Es un relato escrito con mucho cariño que me alegra mucho que leáis.
De nuevo, mil gracias y un abrazo.